miércoles, 27 de junio de 2012

Tejedoras


Una de las más extraordinarias formas de inculcar una idea se consigue de una manera muy simple: olvide la repetición constante de órdenes sencillas, complicadas técnicas conductistas e incluso los buenos y nobles consejos; tan solo es cuestión de aguja e hilo. No voy a inmiscuirme en extensas reseñas historiográficas ni en citaciones experimentales contrastadas; recurriré a la simple y llana observación de los hechos cotidianos.

Póngase el uniforme verde el individuo, persona sin cara ni rostro; apelo a la impersonalidad más absoluta. Imagina la cámara y los micrófonos, o no, y a pesar de esta escasa inventiva, en su mente relumbra el letrero que a todos nos acompaña. Piense en cualquier nombre y apellido, repito que es lo de menos, atento a lo fundamental: el rol. Robert D., el guarda. Él es el guarda, su nombre y apellido no nos incumbe a nadie, ni a él, ni a quienes vigila. Presiente el uniforme, abarca su color y textura el campo visual, los ojos avizores durante toda la noche, mueve meticulosamente las cuerdas que delimitan el pasillo por donde pasa el ganado, no vaya que alguien se escape por la más mínima estrechez, y menos en su jornada laboral; no soportaría frustración tan aberrante. Da la ronda, sisea, clama orden y silencio, es autoritario, recto, pulcro. La porra cuelga del cinto, es disuasoria, bien lo sabe y bien recalcada dejó la orden su superior en la charla de bienvenida, pero es ineludible que en las horas muertas de vigilia artificiosa, mientras flotan los cadáveres en el río entre el croar de las ranas y la luz de los fluorescentes perturbe la melatonina, piense en que un pequeño alboroto del gentío, de los jovenzuelos vagos, insolentes y jaleosos, le lleve a emplearla, primero para decir quién manda aquí, sí, él es el guarda. Quizá unos golpecitos en los cachetes de las chicas. Pero cómo incordian, tirados por los sofás disipadamente y bebiendo a pesar de los carteles que lo prohíben. Debiera pues atizarles con un poco más de benevolencia, eso es, bien lo merecen. La contundencia es necesaria para el orden, la moral se impone a base de hematomas, las escayolas de yeso son la máxima expresión de la rectitud, y se ve a sí mismo fracturando tibias, provocando contusiones, hemorragias subdurales ante el frenesí frenético de su prolongada responsabilidad, impuesta y ficticia. Ya vimos la “Tercera Ola”, los carceleros y los encarcelados, los chinos corporativos que fanáticamente defienden su empresa por un cuenco de arroz a la semana, los arrodillados ante los altavoces del Bósforo, las pisadas metálicas geométricas tras los tanques.

Se apagan los interruptores, el relevo, turno sin incidencias, escribe y rubrica. La mansedumbre en tierra de nadie refuerza el ego, las guillotinas de plástico no asustan a nadie, es más, son contraproducentes porque juegan con las ilusiones de los dominantes que creen que dominan con el látigo los leones encerrados en el armazón de Chernobyl. Bobby, se llama. Es libre la tarde del miércoles, las zapatillas deportivas manchadas de grasa, las monedas sueltas en el bolsillo y el sol en el horizonte que invita a saltar las alambradas. Arden los contenedores, silbatos y pancartas con eslóganes de décadas pasadas. Escapa y se cobija en el libertinaje y el grito a la esperanza del mañana. Pronto volverá a disfrazarse, llevar la insignia en su pecho y custodiar a los que como él ahora cantan a la utopía.

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