miércoles, 13 de junio de 2012

Ína

Esnifó vehementemente el largo y último trayecto blanco y granulado hacia la muerte, dejando algunos rastros polvorientos sobre la mesa de cristal alborotada de cosas: cuchillas oxidadas, ligaduras, tarros de vidrio mugrientos, insectos paralizados ante los flashes fugaces de la bombilla que destella desde el centro de la habitación en sus últimos suspiros. Saltaron las lágrimas y un quemazón, doloroso y sordo, se instaló primero en la nariz y después detrás de la frente, para martillear finalmente detrás de los ojos como agujas candentes. Aparecieron las montañas del desierto, los hombres con turbantes y Kaláshnikovs y los campos extensos de adormideras que se mecen por el aire cálido, las pieles surcadas por el sol y los ojos achinados y profundos de cuencas abismales, las telas de las tiendas a oscuras bajo el clamor de sonidos misteriosos y las destiladoras, los vuelos internacionales con pasaportes falsos, las mulas, la cuchara y la piedra que humea y el último eslabón de toda esta mierda que ayuda a perpetuar desgracias sin nombre ni caras. Algo caliente recorrió la parte superior del labio, como un gusano candente y baboso, de sabor metálico al gusto. El traumatismo había sido importante. El talco, azúcar glas, la tiza, los barbitúricos, formaban parte de la mezcla impura que desgarró parte de la mucosa nasal. Llevaba en su muñeca izquierda un reloj ostentoso que le había regalado una antigua novia. Hace poco más de un año murió. Se tumbó en el asfalto de una carretera comarcal y un vehículo familiar le trituró la cabeza con las ruedas delanteras. El forense tardó más de veinticuatro horas en identificar el cadáver. “Sufría de neurosis, depresión y estaba como una auténtica regadera, pero conservar parte de la dentadura a veces facilita estas cuestiones”, esgrimió el experto con una sonrisa de satisfacción tras la conclusión del caso. A pesar de su muerte, el reloj seguía marcando la hora como el primer día: las 9:20, un detalle sin mucha transcendencia. Unas botellas vacías de cerveza se posaban sobre una mesita baja de madera junto con varios ceniceros repletos de colillas, cajas amontonadas y enmohecidas, un diario con algunas frases sueltas, blísteres de antipsicóticos y antidepresivos vacíos. Acababa de ingerir cincuenta y cuatro comprimidos antes del viaje. Quería asegurarse de que fuese exclusivamente de ida; siempre le deprimía la vuelta a casa. Su madre falló años atrás con la dosis y se quedó parapléjica en una silla de ruedas aguantando las insolencias y vejaciones de las auxiliares de la residencia de beneficencia, mucho más llevaderas que las palizas de su marido. Cuestión de prioridades; lo último para él sería depender de alguien para que le limpiasen el culo. Echó la cabeza hacia atrás con un grito ahogado y descansó sobre un sofá mullido estilo pop, las yugulares ingurgitadas, el cuerpo cubierto de una fina capa de sudor frío y cortante. No entendía qué hacía allí ni por qué había tomado esa decisión. Lo último que quería era pensar. Arrepentirse. Gritó de nuevo. Esta vez fue un alarido de auténtico terror. Podría decirse que rozaba la euforia y la locura. Su padre llegaba tarde a casa, como todas las noches, apestando a ginebra y whisky, y le abofeteaba sin pretexto alguno la cara a su madre, la mejilla tumefacta golpeando el suelo sin barrer, una muela saltando en mil astillas. Su primer trago fue en una reunión de empresa rodeado de sus nuevos compañeros de trabajo que celebraban la apertura del trimestre de ventas; la última botella fue en soledad junto al río, antes de embriagarse, tropezar con un adoquín en mal estado y ahogarse en las aguas poco profundas del Ulroth. Así de puta es la bebida, que todo se lleva, hasta a los amigos, los espejismos. Tenía en su estómago una olla gigante llena de sopa que alguien removía con un cucharón enorme. Comenzaron las náuseas. El corazón palpitante, como las sienes. Jadeaba. El aire costaba cada vez entrar más en los pulmones. Alfileres. Creía que se le iba a salir el pecho con palpitaciones tan intensas. Vomitó una mezcla de comida, sangre y bilis y parte del contenido lo aspiró, bloqueándole el bronquio izquierdo y parte de la nasofaringe. No podía toser. El pulso loco, arrítmico. Percibió un dolor muy fuerte en mitad del tórax, como si le hubieran seccionado la aorta, y todo se tornó incandescente, gris. Otro vómito. Más sangre. Se sentía pleno, globos de helio y zeppelines de colores surcando el cielo, bombas de fósforo sobre Dresde. Cayó al suelo de bruces. Sonó el timbre. Se difuminaba la vida. Volvió a sonar el timbre, como el despertar de un sueño. Su hermana pequeña portaba un pequeño paquete en sus manos envuelto en papel marrón. Exclamó su nombre. Hace muchos años ya, en un día como aquél, a las 9:20 nació el único familiar que tenía en vida. El timbre retumbó por última vez en la niebla de espinos. No hubo respuesta.

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