Esnifó vehementemente
el largo y último trayecto blanco y granulado hacia la muerte, dejando algunos
rastros polvorientos sobre la mesa de cristal alborotada de cosas: cuchillas
oxidadas, ligaduras, tarros de vidrio mugrientos, insectos paralizados ante los
flashes fugaces de la bombilla que destella desde el centro de la habitación en
sus últimos suspiros. Saltaron las lágrimas y un quemazón, doloroso y sordo, se
instaló primero en la nariz y después detrás de la frente, para martillear
finalmente detrás de los ojos como agujas candentes. Aparecieron las montañas
del desierto, los hombres con turbantes y Kaláshnikovs y los campos extensos de
adormideras que se mecen por el aire cálido, las pieles surcadas por el sol y
los ojos achinados y profundos de cuencas abismales, las telas de las tiendas a
oscuras bajo el clamor de sonidos misteriosos y las destiladoras, los vuelos
internacionales con pasaportes falsos, las mulas, la cuchara y la piedra que
humea y el último eslabón de toda esta mierda que ayuda a perpetuar desgracias
sin nombre ni caras. Algo caliente recorrió la parte superior del labio, como
un gusano candente y baboso, de sabor metálico al gusto. El traumatismo había
sido importante. El talco, azúcar glas, la tiza, los barbitúricos, formaban
parte de la mezcla impura que desgarró parte de la mucosa nasal. Llevaba en su
muñeca izquierda un reloj ostentoso que le había regalado una antigua novia.
Hace poco más de un año murió. Se tumbó en el asfalto de una carretera comarcal
y un vehículo familiar le trituró la cabeza con las ruedas delanteras. El
forense tardó más de veinticuatro horas en identificar el cadáver. “Sufría de
neurosis, depresión y estaba como una auténtica regadera, pero conservar parte
de la dentadura a veces facilita estas cuestiones”, esgrimió el experto con una
sonrisa de satisfacción tras la conclusión del caso. A pesar de su muerte, el
reloj seguía marcando la hora como el primer día: las 9:20, un detalle sin
mucha transcendencia. Unas botellas vacías de cerveza se posaban sobre una
mesita baja de madera junto con varios ceniceros repletos de colillas, cajas
amontonadas y enmohecidas, un diario con algunas frases sueltas, blísteres de
antipsicóticos y antidepresivos vacíos. Acababa de ingerir cincuenta y cuatro
comprimidos antes del viaje. Quería asegurarse de que fuese
exclusivamente de ida; siempre le deprimía la vuelta a casa. Su madre falló
años atrás con la dosis y se quedó parapléjica en una silla de ruedas
aguantando las insolencias y vejaciones de las auxiliares de la residencia de
beneficencia, mucho más llevaderas que las palizas de su marido. Cuestión de
prioridades; lo último para él sería depender de alguien para que le limpiasen
el culo. Echó la cabeza hacia atrás con un grito ahogado y descansó sobre un
sofá mullido estilo pop, las yugulares ingurgitadas, el cuerpo cubierto de una
fina capa de sudor frío y cortante. No entendía qué hacía allí ni por qué había
tomado esa decisión. Lo último que quería era pensar. Arrepentirse. Gritó de
nuevo. Esta vez fue un alarido de auténtico terror. Podría decirse que rozaba
la euforia y la locura. Su padre llegaba tarde a casa, como todas las noches,
apestando a ginebra y whisky, y le abofeteaba sin pretexto alguno la cara a su
madre, la mejilla tumefacta golpeando el suelo sin barrer, una muela saltando
en mil astillas. Su primer trago fue en una reunión de empresa rodeado de sus
nuevos compañeros de trabajo que celebraban la apertura del trimestre de
ventas; la última botella fue en soledad junto al río, antes de embriagarse,
tropezar con un adoquín en mal estado y ahogarse en las aguas poco profundas
del Ulroth. Así de puta es la bebida, que todo se lleva, hasta a los amigos,
los espejismos. Tenía en su estómago una olla gigante llena de sopa que alguien
removía con un cucharón enorme. Comenzaron las náuseas. El corazón palpitante,
como las sienes. Jadeaba. El aire costaba cada vez entrar más en los pulmones.
Alfileres. Creía que se le iba a salir el pecho con palpitaciones tan intensas.
Vomitó una mezcla de comida, sangre y bilis y parte del contenido lo aspiró,
bloqueándole el bronquio izquierdo y parte de la nasofaringe. No podía toser.
El pulso loco, arrítmico. Percibió un dolor muy fuerte en mitad del tórax, como
si le hubieran seccionado la aorta, y todo se tornó incandescente, gris. Otro
vómito. Más sangre. Se sentía pleno, globos de helio y zeppelines de colores
surcando el cielo, bombas de fósforo sobre Dresde. Cayó al suelo de bruces.
Sonó el timbre. Se difuminaba la vida. Volvió a sonar el timbre, como el
despertar de un sueño. Su hermana pequeña portaba un pequeño paquete en sus
manos envuelto en papel marrón. Exclamó su nombre. Hace muchos años ya, en un
día como aquél, a las 9:20 nació el único familiar que tenía en vida. El timbre
retumbó por última vez en la niebla de espinos. No hubo respuesta.
buena entrada, bien trabajado!
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