sábado, 2 de junio de 2012

Digan lo que digan

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Aloha a todos. Me honra compartir ventana en la red con un 'hipster' convencido, mejor persona. Trataré de colgar algún post, e incluso, si puedo, alguno que se entienda un poco. No me llamo Paco, pero si miráis fijamente en un punto equidistante de vuestras pantallas del ordenador se os dibujará mi verdadera identidad, en Arial 12, en vuestras mentes.

Una cosa,

A veces pasa que dices algo y, por una endiablada carambola de ideas, pasas a pertenecer a un club de fans. Sí, eso ocurre. Hoy en día, se corre el riesgo, a poco que te pronuncies, de llevar grabado en la piel un marchamo a tiempo indefinido. Eres del Barça, eres un hipster, eres de izquierdas, eres de Nesquik... El término medio o los matices ya son historia. Cualquier movimiento, cualquier paso que se haga –sea en falso o deliberado– te puede convertir en vegetariano, capitalista, hipster, perroflauta, 15M, nacionalista o en cualquiera de los múltiples (nunca tantos como terrícolas habitan en este planeta) arquetipos a los que puede aspirar un ser humano occidental –esto es, liberado de preocupaciones terrenales y con mucho tiempo libre para posicionarse sobre cosas absurdas y pensar con qué nombre hay que llamar a las cosas–. Algo ha pasado que ya no somos humanos. Ya no nos equivocamos, ni somos contradictorios, ni vulnerables, ni tremendamente complejos. Ahora somos una cosa, uniforme, gris y legible en su epidermis. Y si lo dices, lo eres. Así que hay que andar con cuidado con lo que se dice, se piensa o se haga. Todo lo que digas será utilizado en tu contra. Una vez dicho, no hay marcha atrás, no hay opción a enmienda. Cuidado, amigo, porque nunca se sabe en qué bolsa del súper puede acabar tu maltrecha identidad.

Somos lo que decimos, no lo que hacemos. Sí, la frase está invertida, pero no es mi culpa. Algo ha hecho virar el buque 180º y ahora vamos al pairo, llevados por una nueva e imparable corriente: la pose. Pertenecemos a la era de la proyección, en la que las entrañas de las cosas importan más bien poco, no así la imagen que transmitas a los que te rodean. La imagen nos define -engañosamente- a múltiples niveles (personalidad, ideología...), por eso ha escalado en nuestra pirámide de prioridades. Por cierto, antes de salir de casa echaos un ojo en el espejo... Y con imagen no sólo me refiero a lo que se ve, sino también a la imagen que resulta de las palabras. Decir una cosa y convencer al otro de que se es esa cosa hoy en día es muy fácil. Para convencer al otro de que se es ‘hippie’, por poner un ejemplo, sólo hay que cumplir unos mínimos estéticos e ideológicos. Una rasta y un grito de guerra contra la deforestación y la venta está hecha. 

Y es que somos juzgados, con pasmosa ligereza, por cómo vestimos, por lo que decimos o por los alimentos que comemos. Sin embargo, qué sorprendente comprobar que, a menudo, escapa de nuestra voluntad decidir cómo vestimos, qué decimos o qué alimentos comemos. La razón es que existen fórmulas prediseñadas y convenciones acerca de cómo hay que hacerlo, con lo cual, nos ceñimos a ellas. No hay que pensar, pensar no mola, no está de moda. Está de moda adherirse a un pensamiento, uno claro, mascado, que sea puré, que es más fácil, que no hay que pensar, solo ceñirse, decir que piensas así. Esa es nuestra única libertad, decir que somos cosas que en realidad no somos. No nos engañemos, el libre-pensamiento es terreno exclusivo para niños, locos y borrachos... 

A pesar de nuestra atávico afán de control sobre aquello que nos rodea, no podemos negar que los seres humanos somos hijos de la circunstancia. No podemos controlar el universo. Nadie decide el lugar en el que nace, ni el estrato, ni la educación que recibe en su infancia... y sin embargo, eso parece ser lo que más influye en nuestra manera de ver las cosas. Sin embargo, el neoliberalismo ha impuesto unas nuevas reglas que trascienden al destino, a los estratos, a la familia... Ha conseguido que todos rememos en una misma dirección (qué nazi suena eso, ups) y, hoy más que nunca, las personas estamos al servicio de un experimento social: la globalización. Esa gran madre común que nos abraza y nos dice cómo hay que atarse los cordones de los zapatos. Gracias mamá...

Un solo pensamiento, muchas formas de vestirlo, muchas formas de asociarlo. A falta de identidad propia, somos patéticos esclavos de la mitomanía, la agrupación social y la realidad virtual: Vemos a Marilyn Manson en MTV y queremos ser oscuros y abruptos como él, sin embargo, luego experimentamos la plenitud de estar vivo; vemos un documental de ballenas asesinadas y sentimos pena, aunque se diluye gracias a Dios al cambiar de canal; leemos a Kerouac y medio bajamos el párpado en señal de suficiencia y cinismo existencial, pero luego fingimos seguridad emocional ante los demás y lloramos en casa. A falta de respuestas, tenemos la televisión y su sesgada transmisión de la realidad. Nuestra nueva cultura. Suficiente. Necesitamos aferrarnos a algo y hacer de esa creencia el más impenetrable de los escudos.  Porque hay que creer en algo. En juego: nuestro ego. Nuestra identidad está en constante estado de cambio, buscando maneras de enmascarar nuestras debilidades, de ocultar nuestra imperfección (de la que nos avergonzamos, a pesar de que es lo que nos hace humanos), buscando refugio provisional a la espera de que nuestra carcasa quede obsoleta o de que nuestro estado anímico sufra otra catalepsia y necesite de un nuevo paraguas bajo el que resguardarse. Simple. Buscamos lo mismo que buscan los creyentes en Dios o los aficionados al futbol: algo en lo que creer mientras llega el fatídico momento de desaparecer. Sí, vamos a morir, no os tapéis los ojos, moriremos igual. Buscamos motivos para seguir haciendo lo que tengamos que hacer. Enriquecerse o empobrecerse o subsistir. El hipster busca en su gruta subcultural una nube en la que evadirse del mundo globalizado, el somalí adolecido por la hambruna busca fe en un Dios redentor y el futbolero busca en Gol Tv su momento de paz espiritual. 

Lo dicho. No hay una manera de ver las cosas. No hay una sola cosa. Hay muchas cosas. Hay que cuestionar las cosas. Hasta las cosas incuestionables.

Como decía aquel, digan lo que digan...





2 comentarios:

  1. Supongo que hablar en plural es una buena forma de ocultar las inseguridades de cada uno ;)
    Tranquilo/la, no se LO DIREMOS a nadie.
    Algunos por nuestra parte, sabemos lo que somos y tenemos marcados a fuego nuestros gustos, aficiones, debilidades y puntos fuertes. Sabemos que no debemos ver la televisión de manera compulsiva si no es eso lo que queremos hacer... y desde luego, sabemos lo NO somos.
    Por último, he de decir que algunos no nadamos en un mar de inseguridades y por que no decirlo, nos importa poco lo que los demás opinen sobre lo que somos.
    Supongo que la seguridad en uno mismo y el poder para decidir en tu vida, son skills que te proporciona la edad ^^
    Suerte en la búsqueda de TU identidad.

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  2. Es que hablar de uno mismo empacha : ) Estoy de acuerdo. Tampoco trataba de englobar a todos y a cada uno de los seres vivos, era más bien una manera de referirme al grueso de la sociedad. Obviamente, el que se pare a reflexionar sobre el mundo que le rodea tiene mucho ganado, y entiendo por tu intervención que ya has pasado por ello. De todos modos, daba por hecho que se entendía la alusión era hacia una mayoría y no a todo el mundo. Mea culpa.

    Sin embargo, sí que creo que nos domina un instinto de adaptación animal. Somos seres sociables, esclavos de la incertidumbre, que necesitan que su existencia sea reafirmada a través de las existencia de los demás (Machado decía: el ojo que ves, no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve). En la infancia, cuando adquirimos consciencia y nos empezamos a relacionar con otros niños como rito de iniciación a la sociedad, sucede que a veces nos afiliamos a identidades grupales, a menudo enfrentadas entre si, que surgen de la natural tendencia animal a estratificar y a construir jerarquías y repartir el poder (mi teoría es que la divisón matriz es la de guapos vs feos). Lo cual me hace pensar que, a menudo, en una sociedad auto-consciente y ordenada como es la nuestra, uno no es quien quiere ser, sino quien le toca ser. Luego, las circunstancias nos llevan a ser una expansión (a veces lejana, pero conservando la esencia) de lo que un día fuimos.

    Gracias por desearme suerte, la necesitaré : )

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