miércoles, 6 de junio de 2012

La vida de las manos

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Esta mano no es mía. Esta mano que miro detenidamente no es parte de mí. Lo que parece una extensión de mi cuerpo, no lo es. No soy yo. Yo la veo a ella, y ella no me ve a mí. Y se mueve sin reparar en mi presencia. Ella no soy yo, eso es de cajón. Se mueve sin obedecer ninguna ciencia. La abro, lo más que puedo, con una fuerza inusual, y de ella se asoman tendones, venas... Luego la cierro lentamente, haciendo crujir los diminutos huesos que esconde en su interior, hasta convertirse en un puño, una bola de huesos replegados y vestidos de carne y sangre y piel y otras cosas que no sé qué son. Repito ese procedimiento una y otra vez, y observo el reverso, y las uñas, y hago bailar los dedos como si fueran los de un virtuoso pianista. Es una mano, no es de nadie. Tiene vida propia, cuánto más lo pienso más creo en ello. A veces pasa que aquello que ves y entiendes como parte de ti, de tu existencia, no lo sientes tuyo. O no lo ves como tal. De la misma manera que el paso del tiempo es algo impreciso, la conciencia misma, la que nos hace reales en armonía con los demás, con la civilización, la naturaleza y el mundo, es arbitraria en extremo. Del mismo modo que no existen los colores, el viento o las sillas sino una creencia de ellas, una conveniente certidumbre que las hace reales a ojos del universo. Sólo tenemos unos ojos con los que constatar las cosas, hay que sospechar de ellos como de la historia, la ciencia o los informativos de la televisión. A veces pasa que la mano que miras, la tuya, no parece tuya, no parece tener dueño.

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