sábado, 29 de septiembre de 2012

Como si fuera tan fácil...

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Pasó mucho rato desde que empezó a llover, y Juan ya había perdido la cuenta de las horas que habían transcurrido desde entonces. Estaba tumbado en el sofá, con la cabeza hundida en el cojín, y de vez en cuando forzaba el cuello para ver si tras la ventana que se situaba en paralelo a él había dejado de llover. Pero cada vez que miraba hacia esa dirección veía llover, y tenía la extraña sensación de que todas las veces que miraba eran, en realidad, la misma. Si no fuera porque en su televisor echaban el partido de las diez y en ese preciso momento el árbitro daba el pitido inicial, hubiera dicho que eran las ocho, o las doce. Pero no las diez.

El futbol no le gustaba especialmente, pero había algo en el ir y venir de la pelota que le hacía sentir en paz, un agradable magnetismo por el que se dejaba poseer durante el tiempo que durara un partido. Encendió un cigarrillo, sin quitar los ojos de la pantalla. Pasado un rato en la calle seguía lloviendo, con más fuerza si cabe. De vez en cuando echaba un ojo para darse por enterado, y al rato, tras unos cuantos vistazos, se dio cuenta de que a veces la lluvia remitía y a veces descargaba con más fuerza que cualquier otra vez. Llevaba más de una hora con la mirada puesta en el televisor, echando vistazos en dirección a la ventana, con las pupilas ya dilatadas y tintineantes, cuando Natalia le hizo volver en si de un grito. Tardó un par de segundos en volver en si. Observó que aún quedaba media hora de partido. Chasqueó la lengua. Luego se levantó perezosamente y se dirigió a la cocina arrastrando los pies.

Unos segundos después Juan y Natalia estaban frente a frente en la mesa de la cocina, que estaba arrinconada en la pared por uno de los lados. Sorbían de las cucharas de sopa, en silencio.

-       ¿Qué te pasa? – inquirió ella al rato.
-       Nada, ¿qué me va a pasar?
-       No sé… estás tan callado… -, dijo, y luego torció el gesto.

Tras la ventana de la cocina también llovía. El agua se precipitaba contra el suelo de forma oblicua, distribuida en miles y miles de gotas independientes que en perspectiva formaban una densa y compacta cortina de líquido. De vez en cuando una racha de viento hacía que las ventanas y las puertas temblaran, y se oían todo tipo de rústicos ruidos percutir por el edificio en silencio, sin zumbidos eléctricos ni bombos metálicos dando vueltas. Una puerta, en algún rincón alejado de la cocina, golpeaba una y otra vez contra el marco, cada vez con más potencia, como si tratara de decir algo y se cabreara al sentirse ignorada. Sólo era una puerta. Un relámpago iluminó toda la calle, pero ellos no dejaron de sorber la sopa. Luego llegó el trueno. La bombilla desnuda que colgaba del techo parpadeó un par de veces, y luego empezó a emitir un molesto zumbido.  Juan cogió el vaso de agua y se lo llevó a la boca. Mientras tragaba agua escrutó distintos puntos muertos de la cocina –el imán de La Cartuja de Sevilla, la tostadora, el mango de la puerta de un anaquel... – y se preguntó si las cosas son realmente cosas o sólo creencias. Lo había oído en alguna parte, en alguno de los documentales que echaban estos días en La 2, o tal vez lo había leído, no lo recuerda, pero el caso es que esa idea había persistido en su memoria desde entonces, y le parecía misteriosa, magnífica: las cosas no son cosas, sino creencias. Por fin, la puta puerta se cerró.

-       Joder, estás de un alegre… -, dijo ella.
-       Sí, ya ves.

El silencio que vino luego fue como un preciso y limpio eco.

-       Ah, Alberto me propuso pasar el puente de noviembre en la casa que tiene en La Molina. Suena bien, ¿no?
-       Sí, suena bien. ¿Pero Alberto también estará allí?
-       Imbécil… -, y sonríe un poco. – ¿Qué tienes contra él?
-       Nada… sólo que me irrita un poco el hecho de que haya metido su pene en tu vagina.
-       No me lo creo. ¿De verdad? ¿Otra vez? -, dice. Juan no responde, porque es obvio que sí, que otra vez. – No teníamos que haber ido ayer a ningún lado. No tenía que haberte dicho nada. Sabía que volverías con esas. Joder, ¿cómo puedes ser así de capullo?
-       No lo sé, si lo supiera no sería así.

Natalia se levantó de repente, arrastrando la silla, sonorizando su enfado. Cogió el plato de sopa a medio comer y salió de la cocina en dirección al comedor, haciendo equilibrios para que el caldo no se vertiera al suelo. Juan observó la escena con curiosidad, y le pareció un tanto ridículo el contraste de tempos: el de levantarse bruscamente de la silla y el de caminar cautelosamente con el plato de sopa en la mano.

Segundos más tarde, después de un estruendo que hizo bailar el juego de tazas de la Toscana, la luz se fue. Todo quedó a oscuras, y más allá de la escasa luz lunar que accedía por la ventana de la cocina y perfilaba algunos objetos, Juan no podía ver nada. El comedor, que antes estaba en su campo de visión en dirección a la puerta de la cocina, ya no estaba. Ya no era. El paso progresivo de Natalia sonó desde el más allá hasta el umbral de la cocina. - ¿Tenemos velas?-, dijo. Juan buscó a tientas hasta dar con la tostadora. Luego deslizó la mano por la encimera hasta el primer pomo de la cajonera. Descendió hasta el cuarto cajón, poniéndose de rodillas. Lo abrió y tentó con las manos la multitud de objetos sin identificar hasta sentir con las yemas de los dedos aquel cuya forma más pudiera parecerse al de una vela. Por suerte, siempre llevaba consigo un encendedor dentro de la cajetilla de tabaco, y a su vez, ésta, en el bolsillo de los pantalones del pijama. Juan pensó que todo hubiera sido más fácil si hubiera tenido en cuenta ese dato antes de empezar a hacer el gilipollas por la cocina. Colocó un vaso de tubo en el centro de la mesa y se sentó. Encendió la vela sin prisa, apreciando el modo en el que combustionaba y luego prendía la mecha, y la colocó dentro del tubo. Entonces cayó en la cuenta de que Natalia estaba allí, sentada, envuelta por el tenue y ámbar halo de luz, con los codos en la mesa y un cigarrillo en la boca. Echó el cuerpo hacia adelante hasta la vela y encendió su cigarrillo. Juan vio sus ojos rojos y humedecidos. En la calle seguía lloviendo, y se le ocurrió que tal vez nunca dejaría de hacerlo.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

naturaleza muerta

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Dejo la luz encendida. ¿Por qué no debería hacerlo? Me pongo los zapatos a toda prisa, cojo el maletín y salgo del dormitorio. Me cruzo con Ana bajando las escaleras, pero no nos decimos nada, ni puto caso. Al voltear la escalera se produce un furtivo contacto visual, pero inmediatamente rectificamos y hacemos como si nada. Cuando cruzo por su lado trato de no respirar, y noto como ella también trata de hacerlo. Ni eso nos concedemos, ni el aire que compartimos. Por un instante el silencio es verdadero –eso es silencio, lo demás son figuraciones–.
Todo lo que ha ocurrido esta mañana en esa casa es culpa mía –de lo de ayer, ¿quién se acuerda?–, pero no puedo hacer nada. No ahora. Cojo las llaves del coche del cuenco donde siempre dejamos las llaves del coche, y los caramelos de menta.

Conduzco sin prestar demasiada atención en nada de lo que hago. Pura mecánica. Acelerar, ahora derecha, ahora semáforo, frenar. Si no tuviera un cuerpo, pienso, ahora sería sólo una nube invisible de problemas circulando por el éter, imposible de eliminar. Una anciana se dispone a cruzar el paso de peatones y reduzco la velocidad hasta detenerme. La señora es todo arrugas y decrepitud, y camina trabajosamente. Viste una camisola azul con estampas de rosas verdes y arrastra tras de si un carrito de la compra, de esos hechos de ropa áspera y dos grandes ruedas y que debe ser el mismo que probablemente lleva arrastrando toda la vida. Pienso que, en realidad, el carrito contiene toda su vida, y por eso apenas puede caminar, porque pesa. Así es imposible darse prisa.

El disco verde se enciende, y la anciana moribunda –¿quién no lo es?– queda atrás en el camino, en algún lugar del mapa. Llegado el momento, abro la ventanilla y saco el brazo para sentir la fuerza del viento. Hago como si mi mano fuera un pez nadando a contracorriente, escabulléndose de las fuertes corrientes, moviéndola de un lado hacia otro en función de la potencia con la que baja el torrente invisible de aire.

En la radio emiten el boletín informativo de las 9:00h, y suena la voz masculina y cálida que cada mañana suena y que con el tiempo se me antoja familiar, amigable y más cómplice que la de muchos seres queridos. La voz lee una noticia acerca de no sé qué político imputado por no sé qué cosa. No tengo cuerpo para oírlo. Coloco el dedo pulgar y el índice sobre la rueda del volumen y dejo al corrupto con la palabra en la boca. Es la única manera de hacer callar a un político y experimentar la felicidad, aunque ambas cosas estén cubiertas por una fina capa hecha de falacias.

Después de llenar el depósito y comprar un paquete de chicles, subo al coche. Al cerrar la puerta el lugar cobra una sonoridad más seca, más sensible a los sentidos. El silencio tiene eco, y el roce de mis perneras se hace patente. Cojo más aire de lo normal y emito un largo suspiro, porque el cuerpo me pide que lo haga, y, en realidad, me siento un poco mejor. Pienso en Ana, en aquel tiempo en el que costaba muy poco arrancarle una sonrisa. Qué bonita se la ve en ese pensamiento, pienso mientras me incorporo de nuevo al tráfico.

Enfilo la glorieta y activo el intermitente derecho. Al tomar la calle que da acceso al polígono lo veo. Hay algo en la cuneta, a unos cien metros aproximadamente de donde me encuentro. Sé que en pocos segundos estaré en posición de ver con claridad de qué se trata, pero ahora no puedo, estoy demasiado lejos, y me entrego a ese absurdo juego al que me entrego –supongo que todo el mundo lo hace– cuando, espoleado por la curiosidad, trato de adivinar qué es aquello que los sentidos me impiden apreciar con certeza. Puede que sea una rama procedente del pinar que flanquea la carretera, arrastrada por el fuerte viento del Empordà hasta ese punto; o tal vez una de esas bolsas de basura repletas –¿de qué?– con las que señalizan provisionalmente la carreteras antes de clavar los mojones; o bien un pedazo de neumático, el vestigio de lo que un día fue un grotesco accidente nocturno. Me digo a mí mismo que no sea ingenuo, que no es nada de eso, que es otra cosa, algo que ya estoy harto de ver a lo largo de ese verano. A medida que avanzo más y más el bulto va cogiendo forma, y se empiezan a descubrir en él matices hasta ahora ocultos: sombras, volúmenes y texturas. Chasqueo la lengua y niego con la cabeza. En cuestión de milésimas al bulto le salen patas, y una pequeña cabeza emerge de la tangente de su lomo, y luego unos ojos, que aún brillan. Es un gato. Un gato muerto, de rayas blancas y anaranjadas, tumbado en decúbito lateral, sobre un pequeño charco de sangre.

Esa noche me cuesta dormir, y trato de clavar la mirada en algún punto de la habitación oscura. Ana se ha colocado de espaldas a mí, al filo del colchón, supongo que para evitar cualquier contacto fortuito con mi cuerpo. Pienso que es como dormir solo, como estar en cualquier otro sitio del planeta menos en esa cama, y no le encuentro ningún sentido. Antes de empezar a fingir que dormíamos hemos intercambiado un par de comentarios. Que si “has sacado el salmón del congelador”, que si “mañana hay que pagar el recibo de la luz”. Ahora, ni eso. Me levanto, salgo del dormitorio sin hacer ruido y bajo las escaleras hasta el salón. Me tumbo en el sofá y me duermo viendo uno de esos concursos estúpidos que echan de madrugada por la puta tele.

La mañana siguiente lo vuelvo a ver. Dejo atrás la glorieta, y allí está. Exactamente igual, en la misma posición en la que estaba 24 horas antes: en decúbito lateral, los ojos abiertos y el charco, de un color más negruzco. Después de eso y aquello, ya me había olvidado por completo de él, y al verlo de nuevo me invade una sensación de retorno existencial. Un dejavú, que se dice. Aunque, técnicamente no es sino la repetición de un momento real ocurrido pocas horas atrás: yo viendo un gato muerto. Miro fijamente el cadáver a medida que me acerco, sin prestar atención en la carretera. Pienso en el animal sin vida, horas antes, cuando aún era de noche, solo, en el borde de una fría y muda carretera sin coches. Eso es lo que se debe entender como ‘naturaleza muerta’. Siento un cosquilleo asfixiante en el pecho, algo que se mueve dentro de mí. Entonces pongo la mirada en la carretera –o eso parece– y empujo el pedal del acelerador hasta el tope. Alcanzo los 100km por hora, y luego retiro el pie del acelerador, y el coche se relaja, y yo también.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

7 Vidas


Apenas había cumplido diez años y ya había calado en mi pequeño y enclenque cuerpo la idea de que en este mundo, si quieres ser moderadamente feliz, has de ser el mejor en algo. Por aquel entonces no conocía mucha gente, mi mundo “social” se limitaba a mi familia, mis compañeros del “cole” y algún que otro ser difuso que surgía a través de los anteriores. Si a esto le sumas que la televisión ya era para mí el principal canal de información y que a ésta no parecía importarle la inexistencia de ningún tipo de filtro ni explicación, lo normal, al menos para mí, fue suponer que existía una cosa en el mundo en la que cada uno podíamos ser el mejor (de todos los tiempos, si me apuras). Sólo había que buscar; lo de perseverar era algo que habría de abordarse después del hallazgo.

La tarde de autos el objetivo era convertirse en un patinador tan enorme haciendo trucos, tan apabullante en el halfpipe y tan superior en el arte del grinde, que el mismísimo Tony Hawk quedaría ensombrecido y olvidado por la multitud, la cual no tendría más remedio que adorarme y seguirme en mis giras internacionales, convirtiéndose en fervientes compradores de mi merchandising. La cosa no fue tal y como yo la había imaginado al seleccionar mi tabla en aquella pequeña tienda de la plaza del pueblo. De hecho, todo fue al revés.

Con la última cucharada de yogurt y una mirada de impaciencia gané el cielo de la ensoñación. Obtuve mi permiso, corrí a por la tabla, la fundí bajo mi brazo. Lo que siguió fue una carrera desenfrenada hasta el que poco más tarde se convertiría en el parque de mi desaliento. Allí traté de imitar a los chicos mayores que yo, empezando por cosas sencillas, como dar un pequeño saltito o bajar desde un banco de piedra y caer sobre el patín. Hiciese lo que hiciese el resultado era siempre el mismo: mis huesecillos acababan repiqueteando contra el duro suelo del parque (en otro tiempo cubierto de arena), en mi piel batallando el rojo y el blanco más puros del raspón, y en mis ropas cada vez más suciedad y desgarrón.

Con cada caída oía sin escuchar el murmullo de una mujer. Por los comentarios que hacía, no parecía que estuviese en plenitud de facultades, lo que no evitaba que la que entonces me pareció una puta bruja fruto de la endogamia más deplorable, al prestarle atención, me hiriese en lo más profundo de mi ego, pequeño y ya suficientemente maltratado por las propias caídas. Mientras hacía balance intentando averiguar si me dolían más los huesos o la vergüenza, aquella pobre mujer pronunció la única frase que le recuerdo, aquella a la que hoy me has hecho regresar: “Este niño tiene siete vidas, es como un gato”.

Muchos años después, al desvelar los misterios que la vida o el destino o el jodido club Bilderberg me habían deparado (me fumo un puro en la noche oscura del alma), llegué a creer en la posibilidad de que la demencia de esa mujer fuese un enigmático canal con lo sobrenatural, en que ciertamente podía tener siete vidas, “como un gato”. Cree mi propia identidad secreta, la del hombre gato. Los siete hombres gatos. Y así seguí mi camino, que era mío y de nadie más.

Hasta que llegaste tú y contigo el giro copernicano de la teoría de la bruja del parque. La esencia se mantuvo con tu aparición cuasi-onírica; el niño seguía teniendo siete vidas, sin embargo,  descubriste que ninguna de las siete vidas a las que aquella pobre chiflada se refería le pertenecían en realidad. Sus siete vidas no eran sino las siete mujeres que amaría en su vida, ni una más ni una menos.

 Darme cuenta de que con tu tacto habías descifrado un épico sino me conmocionó. No dije nada. Me limité a admirarte, a cuidarte como a mí me hubiese gustado ser cuidado, me limité a alargarme la vida. Ya había contado algún desamor de niñez, más ira en la adolescencia y  el estupor y las lágrimas de mi propio salitre aún estaban frescos cuando te conocí con aquel vestido de lo que por tus tierras llamáis “topos”.  Eso no me dejaba mucho margen. Tú eras la vida del despertar sereno, y contigo a mi lado la prisa no tenía cabida. Si hoy no éramos capaces de todo, mañana nos despertaríamos con ganas de más jaleo, de probarnos, de ponernos ebrios y pelear en un billar.

Hoy me muero por cuarta o quinta vez y pienso en que soy tan joven que lo de aquella tarde en el parque bien pudo ser una maldición, que si soy un gato soy de esos negros que asustan al más pintado en la penumbra del invierno húmedo que le dejas a mis huesos. Pero no, los gatos caen de pie, como Tony Hawk cuando decide que la exhibición ha terminado, y yo sólo supe rodar para lastimar la otra rodilla, buscando el daño nuevo que evita el viejo. Supongo que aquella sólo era una bruja loca que se burlaba de un niño triste. Que el giro copernicano no fue. Que ni tú eres mi vida, ni yo tengo siete que malgastar.