Pasó mucho rato desde que empezó a llover, y Juan ya había perdido la
cuenta de las horas que habían transcurrido desde entonces. Estaba tumbado en
el sofá, con la cabeza hundida en el cojín, y de vez en cuando forzaba el
cuello para ver si tras la ventana que se situaba en paralelo a él había dejado
de llover. Pero cada vez que miraba hacia esa dirección veía llover, y tenía la
extraña sensación de que todas las veces que miraba eran, en realidad, la
misma. Si no fuera porque en su televisor echaban el partido de las diez y en
ese preciso momento el árbitro daba el pitido inicial, hubiera dicho que eran
las ocho, o las doce. Pero no las diez.
El futbol no le gustaba especialmente, pero había algo en el
ir y venir de la pelota que le hacía sentir en paz, un agradable magnetismo por
el que se dejaba poseer durante el tiempo que durara un partido. Encendió un
cigarrillo, sin quitar los ojos de la pantalla. Pasado un rato en la calle seguía
lloviendo, con más fuerza si cabe. De vez en cuando echaba un ojo para darse
por enterado, y al rato, tras unos cuantos vistazos, se dio cuenta de que a
veces la lluvia remitía y a veces descargaba con más fuerza que cualquier otra
vez. Llevaba más de una hora con la mirada puesta en el televisor, echando
vistazos en dirección a la ventana, con las pupilas ya dilatadas y
tintineantes, cuando Natalia le hizo volver en si de un grito. Tardó un par de
segundos en volver en si. Observó que aún quedaba media hora de partido.
Chasqueó la lengua. Luego se levantó perezosamente y se dirigió a la cocina
arrastrando los pies.
Unos segundos después Juan y Natalia estaban frente a frente
en la mesa de la cocina, que estaba arrinconada en la pared por uno de los
lados. Sorbían de las cucharas de sopa, en silencio.
-
¿Qué te pasa? – inquirió ella al rato.
-
Nada, ¿qué me va a pasar?
-
No sé… estás tan callado… -, dijo, y luego
torció el gesto.
Tras la ventana de la cocina también llovía. El agua se
precipitaba contra el suelo de forma oblicua, distribuida en miles y miles de
gotas independientes que en perspectiva formaban una densa y compacta cortina
de líquido. De vez en cuando una racha de viento hacía que las ventanas y las
puertas temblaran, y se oían todo tipo de rústicos ruidos percutir por el edificio
en silencio, sin zumbidos eléctricos ni bombos metálicos dando vueltas. Una
puerta, en algún rincón alejado de la cocina, golpeaba una y otra vez contra el
marco, cada vez con más potencia, como si tratara de decir algo y se cabreara al
sentirse ignorada. Sólo era una puerta. Un relámpago iluminó toda la calle, pero
ellos no dejaron de sorber la sopa. Luego llegó el trueno. La bombilla desnuda
que colgaba del techo parpadeó un par de veces, y luego empezó a emitir un
molesto zumbido. Juan cogió el vaso de
agua y se lo llevó a la boca. Mientras tragaba agua escrutó distintos puntos
muertos de la cocina –el imán de La Cartuja de Sevilla, la tostadora, el mango de
la puerta de un anaquel... – y se preguntó si las cosas son realmente cosas o
sólo creencias. Lo había oído en alguna parte, en alguno de los documentales
que echaban estos días en La 2, o tal vez lo había leído, no lo recuerda, pero
el caso es que esa idea había persistido en su memoria desde entonces, y le
parecía misteriosa, magnífica: las cosas no son cosas, sino creencias. Por fin,
la puta puerta se cerró.
-
Joder, estás de un alegre… -, dijo ella.
-
Sí, ya ves.
El silencio que vino luego fue como un preciso y limpio eco.
-
Ah, Alberto me propuso pasar el puente de
noviembre en la casa que tiene en La Molina. Suena bien, ¿no?
-
Sí, suena bien. ¿Pero Alberto también estará
allí?
-
Imbécil… -, y sonríe un poco. – ¿Qué tienes
contra él?
-
Nada… sólo que me irrita un poco el hecho de que
haya metido su pene en tu vagina.
-
No me lo creo. ¿De verdad? ¿Otra vez? -, dice.
Juan no responde, porque es obvio que sí, que otra vez. – No teníamos que haber
ido ayer a ningún lado. No tenía que haberte dicho nada. Sabía que volverías
con esas. Joder, ¿cómo puedes ser así de capullo?
-
No lo sé, si lo supiera no sería así.
Natalia se levantó de repente, arrastrando la silla,
sonorizando su enfado. Cogió el plato de sopa a medio comer y salió de la
cocina en dirección al comedor, haciendo equilibrios para que el caldo no se vertiera
al suelo. Juan observó la escena con curiosidad, y le pareció un tanto ridículo
el contraste de tempos: el de levantarse bruscamente de la silla y el de
caminar cautelosamente con el plato de sopa en la mano.
Segundos más tarde, después de un estruendo que hizo bailar
el juego de tazas de la Toscana, la luz se fue. Todo quedó a oscuras, y más
allá de la escasa luz lunar que accedía por la ventana de la cocina y perfilaba
algunos objetos, Juan no podía ver nada. El comedor, que antes estaba en su campo
de visión en dirección a la puerta de la cocina, ya no estaba. Ya no era. El
paso progresivo de Natalia sonó desde el más allá hasta el umbral de la cocina.
- ¿Tenemos velas?-, dijo. Juan buscó a tientas hasta dar con la tostadora.
Luego deslizó la mano por la encimera hasta el primer pomo de la cajonera.
Descendió hasta el cuarto cajón, poniéndose de rodillas. Lo abrió y tentó con
las manos la multitud de objetos sin identificar hasta sentir con las yemas de
los dedos aquel cuya forma más pudiera parecerse al de una vela. Por suerte,
siempre llevaba consigo un encendedor dentro de la cajetilla de tabaco, y a su
vez, ésta, en el bolsillo de los pantalones del pijama. Juan pensó que todo
hubiera sido más fácil si hubiera tenido en cuenta ese dato antes de empezar a
hacer el gilipollas por la cocina. Colocó un vaso de tubo en el centro de la
mesa y se sentó. Encendió la vela sin prisa, apreciando el modo en el que
combustionaba y luego prendía la mecha, y la colocó dentro del tubo. Entonces
cayó en la cuenta de que Natalia estaba allí, sentada, envuelta por el tenue y ámbar halo de luz, con los codos en la mesa y un cigarrillo en la boca. Echó
el cuerpo hacia adelante hasta la vela y encendió su cigarrillo. Juan vio sus
ojos rojos y humedecidos. En la calle seguía lloviendo, y se le ocurrió que tal
vez nunca dejaría de hacerlo.