¿Y qué pasa si no quiero reprimirme? ¿Qué pasa si paso de
misterios, sutilezas y hostias? No tengo el control total sobre mis emociones –¿quién
lo tiene, eh?– y a veces vacilo aunque me gustaría no hacerlo y parecer una
persona sumamente ponderada, imperturbable a mi entorno incluso, y sobre todo
seguro de mi mismo, de natural, pero no, esto es insostenible, no puedo fingir
todo el puto día que soy una persona guay, porque esta máscara tiene fisuras,
¿me oye? ¡tiene fisuras! y a veces digo y hago estupideces, claro que sí, digo
y hago cosas con muy poco carisma, difíciles de arrancar un ‘oh’ o un suspiro
en la intimidad de cada cabeza. A veces soy un pollo sin cabeza. Sí. ¿Y qué?
¿Qué pasa? Se llama pureza. Se llama humanidad. Y no es simétrica, para nada. Me
toca los cojones esa voz aleccionadora que quieres hacer tuya pero que no eres
capaz de aplicarte. Cómo si alguien pudiera… venga cojones, yo al menos soy
consciente de mi imperfección y no espero que los demás sean capaces de rehuir
esa naturaleza; porque me gusta ser imperfecto. Claro que me gusta. ¿Cómo no me
va a gustar? Me gusta ser imperfecto. Lo diré mil veces si es necesario. Me
gusta, megusta, megustamegustamegu… No me gusta ser un puto robot capaz de
calcular cuál es el movimiento más acertado para cada momento y contexto y puto
escenario posible. Eso no me gusta. Me gusta no ser un robot. Claro. Qué puto
agobio. Sí, un puto agobio, eso es lo que es esto que pretendes que haga: ser
distante y enigmático, a ratos, prohibiéndote el acceso a esas zonas oscuras de
mi persona para estimular tu curiosidad hacia mí, y digas ‘oh, creía conocerlo,
pero siempre me sorprende y ofrece facetas inexploradas, ¡parece infinito! qué
chico más querible’; pero también, a ratos, ser entregado, ser sincero, ser un
libro abierto para ti, y un chico que abrace, que se entregue a la piel e,
incluso, sea algo meloso, y digas ‘oh, qué cielo’. ¡No soy un puto personaje de
cine, hostias! ¿Qué cojones quieres? ¿Quieres carisma ilimitado? ¿Quieres a
Ryan Gosling? ¿Quieres un Diario de Noa?
Pues lo siento. Yo soy sólo una persona.
jueves, 4 de julio de 2013
martes, 2 de julio de 2013
Tony Soprano: se nos fue un padre
Lo que no hizo hábilmente David Chase en ocho años –y gracias– lo ha hecho un infarto. Se entiende la frivolidad: tras sobreponerse a los balazos, a los incesantes jamacucos, a una madre psicokiller y demás infortunios, que Tony Soprano haya terminado así, de golpe, sin cliff hunger, sin estimular la ingenuidad del espectador con un desenlace ambiguo, sin opción a capítulo extra, es poco menos que decepcionante. Cuando se conecta con el mundo de la ficción de un modo no tan superficial como se supondría tratándose esto de una mentira encubierta de realidad, cuando una serie es capaz de mimetizarse en la realidad del espectador, es que algo se ha hecho bien. Ese algo es Los Soprano, serie de culto, ficción que se trasciende a si misma para convertirse en verdad paralela a la propia. Es por eso que la muerte del actor en este caso es sentida como la muerte de algo más que lo carnal. Mueren actor y personaje, indisolublemente.
James Gandolfini, la
insustituible encarnación del mejor personaje de ficción que haya parido la
televisión moderna, ha muerto a sus solamente 51 años cuando se encontraba de
vacaciones en Italia. Sí, Italia. No puede sino llamar la atención que haya
muerto allí, en tierras itálicas, lugar de encuentro entre personaje y actor -más coba para la mitificación-. Una
especie de alineación poética, o algo así. Y es que uno trata de imaginar a
Gandolfini pululando por tierras sicilianas, desquebrajando el manso mar
Mediterráneo mientras engulle cannoli
en la proa de su yate, y resulta complicado, contranatural, no rememorar
escenas de la serie y pensar: ‘así debía ser en la vida real, igualito’. Supones
a James enfundado en una camisa hawaiana, condenada a explorar los límites de su
elasticidad sobre ese barrigón prominente, supones esa actitud aparentemente
desenfadada, de fondo ominoso, de furia tan sólo con escarbar un poquito la superficie,
y también supones esa sonrisa socarrona, preludio de tal vez un gesto torcido o
una mirada infinita, de reverso sangrante, o un bullshit
que anuncia hostias a pares, pero eso sí, siempre en la intimidad de cuando se ve y
se sabe solo, acaso con la compañía de una errática bandada de patos. Dicen
que Gandolfini no se alejaba mucho de su personaje, lo cual no hace sino reforzar esa simbiosis entre la realidad y la ficción, y, coño, jode aún más.
Con su muerte, Gandolfini deja huérfano a un adolescente y a
una niña de dos años. Resulta enigmático imaginar el momento en el que la niña,
pasados los años y ya en uso de sus plenas facultades mentales, le pregunte a
su madre acerca de su padre, que quién era, que qué hacía. “Tu padre era un
actor que interpretaba un mafioso en la tele”, le dirá ella, bajo sonrisa compungida.
Y llegará el día, a previa y larga comida de olla, en que la niña aunará las
fuerzas necesarias para empezar a ver Los
Soprano. Y verá a su padre, lo conocerá. Probablemente del único modo que
lo podrá ver y conocer –o al menos del modo en el que más veces y en distintas
situaciones lo podrá ver y conocer–, que es siendo Tony. Lo que vivirá no se
alejaría a lo que habrá podido vivir cualquier espectador de Los Soprano si no fuera por el hecho
extraordinario de que el protagonista de la serie es su padre. Obvio, ¿no? Sin
embargo, siempre será eso, una espectadora de su padre. Claro, que sus
allegados le explicarán cómo era en la vida real, qué le gustaba comer, qué
leía, qué aficiones tenía. Y seguro que algún video doméstico le servirá para
complementar la imagen real de lo que su padre fue en vida. Pero esa
información no bastará, sólo le
proporcionará una proyección parcial de él, querrá saber más. Y ahí tendrá, a
mano, sobre una balda, la colección de DVD’s de Los Soprano que su padre habría recibido un día de la HBO y que él
mismo colocó ahí. Y de tanto en tanto se sumergirá en ese mar existencial de
dudas, de sangre y raíz paternofilial, cuya respuesta, o cuya aproximación de
respuesta, supondrá con más abundancia en esos DVD’S. Y estará en el sofá de su
comedor, preguntándose quién es, y verá los DVD’s, y se levantará activada por
un no sé qué interno, cogerá el CD1, lo introducirá en su DVD, volverá al sofá,
se acurrucará bajo la manta, le dará al play,
y conocerá a Meadow (a si misma), a
la otra familia de la que, inexplicablemente, se sentirá parte, y cuando se
haya jamado las seis temporadas volverá la mirada hacia la foto de su padre presidiendo
la chimenea y pensará: mi padre es Tony Soprano. Y luego, tal vez, sonreirá.
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