martes, 2 de julio de 2013

Tony Soprano: se nos fue un padre



Lo que no hizo hábilmente David Chase en ocho años –y gracias– lo ha hecho un infarto. Se entiende la frivolidad: tras sobreponerse a los balazos, a los incesantes jamacucos, a una madre psicokiller y demás infortunios, que Tony Soprano haya terminado así, de golpe, sin cliff hunger, sin estimular la ingenuidad del espectador con un desenlace ambiguo, sin opción a capítulo extra, es poco menos que decepcionante. Cuando se conecta con el mundo de la ficción de un modo no tan superficial como se supondría tratándose esto de una mentira encubierta de realidad, cuando una serie es capaz de mimetizarse en la realidad del espectador, es que algo se ha hecho bien. Ese algo es Los Soprano, serie de culto, ficción que se trasciende a si misma para convertirse en verdad paralela a la propia. Es por eso que la muerte del actor en este caso es sentida como la muerte de algo más que lo carnal. Mueren actor y personaje, indisolublemente. 

James Gandolfini, la insustituible encarnación del mejor personaje de ficción que haya parido la televisión moderna, ha muerto a sus solamente 51 años cuando se encontraba de vacaciones en Italia. Sí, Italia. No puede sino llamar la atención que haya muerto allí, en tierras itálicas, lugar de encuentro entre personaje y actor -más coba para la mitificación-. Una especie de alineación poética, o algo así. Y es que uno trata de imaginar a Gandolfini pululando por tierras sicilianas, desquebrajando el manso mar Mediterráneo mientras engulle cannoli en la proa de su yate, y resulta complicado, contranatural, no rememorar escenas de la serie y pensar: ‘así debía ser en la vida real, igualito’. Supones a James enfundado en una camisa hawaiana, condenada a explorar los límites de su elasticidad sobre ese barrigón prominente, supones esa actitud aparentemente desenfadada, de fondo ominoso, de furia tan sólo con escarbar un poquito la superficie, y también supones esa sonrisa socarrona, preludio de tal vez un gesto torcido o una mirada infinita, de reverso sangrante, o un bullshit que anuncia hostias a pares, pero eso sí, siempre en la intimidad de cuando se ve y se sabe solo, acaso con la compañía de una errática bandada de patos. Dicen que Gandolfini no se alejaba mucho de su personaje, lo cual no hace sino reforzar esa simbiosis entre la realidad y la ficción, y, coño, jode aún más.

Con su muerte, Gandolfini deja huérfano a un adolescente y a una niña de dos años. Resulta enigmático imaginar el momento en el que la niña, pasados los años y ya en uso de sus plenas facultades mentales, le pregunte a su madre acerca de su padre, que quién era, que qué hacía. “Tu padre era un actor que interpretaba un mafioso en la tele”, le dirá ella, bajo sonrisa compungida. Y llegará el día, a previa y larga comida de olla, en que la niña aunará las fuerzas necesarias para empezar a ver Los Soprano. Y verá a su padre, lo conocerá. Probablemente del único modo que lo podrá ver y conocer –o al menos del modo en el que más veces y en distintas situaciones lo podrá ver y conocer–, que es siendo Tony. Lo que vivirá no se alejaría a lo que habrá podido vivir cualquier espectador de Los Soprano si no fuera por el hecho extraordinario de que el protagonista de la serie es su padre. Obvio, ¿no? Sin embargo, siempre será eso, una espectadora de su padre. Claro, que sus allegados le explicarán cómo era en la vida real, qué le gustaba comer, qué leía, qué aficiones tenía. Y seguro que algún video doméstico le servirá para complementar la imagen real de lo que su padre fue en vida. Pero esa información no bastará, sólo  le proporcionará una proyección parcial de él, querrá saber más. Y ahí tendrá, a mano, sobre una balda, la colección de DVD’s de Los Soprano que su padre habría recibido un día de la HBO y que él mismo colocó ahí. Y de tanto en tanto se sumergirá en ese mar existencial de dudas, de sangre y raíz paternofilial, cuya respuesta, o cuya aproximación de respuesta, supondrá con más abundancia en esos DVD’S. Y estará en el sofá de su comedor, preguntándose quién es, y verá los DVD’s, y se levantará activada por un no sé qué interno, cogerá el CD1, lo introducirá en su DVD, volverá al sofá, se acurrucará bajo la manta, le dará al play,  y conocerá a Meadow (a si misma), a la otra familia de la que, inexplicablemente, se sentirá parte, y cuando se haya jamado las seis temporadas volverá la mirada hacia la foto de su padre presidiendo la chimenea y pensará: mi padre es Tony Soprano. Y luego, tal vez, sonreirá.

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