Una de las más extraordinarias
formas de inculcar una idea se consigue de una manera muy simple: olvide la
repetición constante de órdenes sencillas, complicadas técnicas conductistas e
incluso los buenos y nobles consejos; tan solo es cuestión de aguja e hilo. No
voy a inmiscuirme en extensas reseñas historiográficas ni en citaciones
experimentales contrastadas; recurriré a la simple y llana observación de los
hechos cotidianos.
Póngase el uniforme verde el
individuo, persona sin cara ni rostro; apelo a la impersonalidad más absoluta.
Imagina la cámara y los micrófonos, o no, y a pesar de esta escasa inventiva,
en su mente relumbra el letrero que a todos nos acompaña. Piense en cualquier
nombre y apellido, repito que es lo de menos, atento a lo fundamental: el rol.
Robert D., el guarda. Él es el guarda, su nombre y apellido no nos
incumbe a nadie, ni a él, ni a quienes vigila. Presiente el uniforme, abarca su
color y textura el campo visual, los ojos avizores durante toda la noche, mueve
meticulosamente las cuerdas que delimitan el pasillo por donde pasa el ganado,
no vaya que alguien se escape por la más mínima estrechez, y menos en su
jornada laboral; no soportaría frustración tan aberrante. Da la ronda, sisea,
clama orden y silencio, es autoritario, recto, pulcro. La porra cuelga del
cinto, es disuasoria, bien lo sabe y bien recalcada dejó la orden su superior
en la charla de bienvenida, pero es ineludible que en las horas muertas de
vigilia artificiosa, mientras flotan los cadáveres en el río entre el croar de
las ranas y la luz de los fluorescentes perturbe la melatonina, piense en que
un pequeño alboroto del gentío, de los jovenzuelos vagos, insolentes y
jaleosos, le lleve a emplearla, primero para decir quién manda aquí, sí, él es
el guarda. Quizá unos golpecitos en
los cachetes de las chicas. Pero cómo incordian, tirados por los sofás
disipadamente y bebiendo a pesar de los carteles que lo prohíben. Debiera pues
atizarles con un poco más de benevolencia, eso es, bien lo merecen. La
contundencia es necesaria para el orden, la moral se impone a base de
hematomas, las escayolas de yeso son la máxima expresión de la rectitud, y se
ve a sí mismo fracturando tibias, provocando contusiones, hemorragias
subdurales ante el frenesí frenético de su prolongada responsabilidad, impuesta
y ficticia. Ya vimos la “Tercera Ola”, los carceleros y los encarcelados, los
chinos corporativos que fanáticamente defienden su empresa por un cuenco de
arroz a la semana, los arrodillados ante los altavoces del Bósforo, las pisadas
metálicas geométricas tras los tanques.
Se apagan los interruptores, el
relevo, turno sin incidencias, escribe y rubrica. La mansedumbre en tierra de
nadie refuerza el ego, las guillotinas de plástico no asustan a nadie, es más,
son contraproducentes porque juegan con las ilusiones de los dominantes que
creen que dominan con el látigo los leones encerrados en el armazón de
Chernobyl. Bobby, se llama. Es libre la tarde del miércoles, las zapatillas
deportivas manchadas de grasa, las monedas sueltas en el bolsillo y el sol en
el horizonte que invita a saltar las alambradas. Arden los contenedores,
silbatos y pancartas con eslóganes de décadas pasadas. Escapa y se cobija en el
libertinaje y el grito a la esperanza del mañana. Pronto volverá a disfrazarse,
llevar la insignia en su pecho y custodiar a los que como él ahora cantan a la
utopía.