miércoles, 27 de junio de 2012

Tejedoras


Una de las más extraordinarias formas de inculcar una idea se consigue de una manera muy simple: olvide la repetición constante de órdenes sencillas, complicadas técnicas conductistas e incluso los buenos y nobles consejos; tan solo es cuestión de aguja e hilo. No voy a inmiscuirme en extensas reseñas historiográficas ni en citaciones experimentales contrastadas; recurriré a la simple y llana observación de los hechos cotidianos.

Póngase el uniforme verde el individuo, persona sin cara ni rostro; apelo a la impersonalidad más absoluta. Imagina la cámara y los micrófonos, o no, y a pesar de esta escasa inventiva, en su mente relumbra el letrero que a todos nos acompaña. Piense en cualquier nombre y apellido, repito que es lo de menos, atento a lo fundamental: el rol. Robert D., el guarda. Él es el guarda, su nombre y apellido no nos incumbe a nadie, ni a él, ni a quienes vigila. Presiente el uniforme, abarca su color y textura el campo visual, los ojos avizores durante toda la noche, mueve meticulosamente las cuerdas que delimitan el pasillo por donde pasa el ganado, no vaya que alguien se escape por la más mínima estrechez, y menos en su jornada laboral; no soportaría frustración tan aberrante. Da la ronda, sisea, clama orden y silencio, es autoritario, recto, pulcro. La porra cuelga del cinto, es disuasoria, bien lo sabe y bien recalcada dejó la orden su superior en la charla de bienvenida, pero es ineludible que en las horas muertas de vigilia artificiosa, mientras flotan los cadáveres en el río entre el croar de las ranas y la luz de los fluorescentes perturbe la melatonina, piense en que un pequeño alboroto del gentío, de los jovenzuelos vagos, insolentes y jaleosos, le lleve a emplearla, primero para decir quién manda aquí, sí, él es el guarda. Quizá unos golpecitos en los cachetes de las chicas. Pero cómo incordian, tirados por los sofás disipadamente y bebiendo a pesar de los carteles que lo prohíben. Debiera pues atizarles con un poco más de benevolencia, eso es, bien lo merecen. La contundencia es necesaria para el orden, la moral se impone a base de hematomas, las escayolas de yeso son la máxima expresión de la rectitud, y se ve a sí mismo fracturando tibias, provocando contusiones, hemorragias subdurales ante el frenesí frenético de su prolongada responsabilidad, impuesta y ficticia. Ya vimos la “Tercera Ola”, los carceleros y los encarcelados, los chinos corporativos que fanáticamente defienden su empresa por un cuenco de arroz a la semana, los arrodillados ante los altavoces del Bósforo, las pisadas metálicas geométricas tras los tanques.

Se apagan los interruptores, el relevo, turno sin incidencias, escribe y rubrica. La mansedumbre en tierra de nadie refuerza el ego, las guillotinas de plástico no asustan a nadie, es más, son contraproducentes porque juegan con las ilusiones de los dominantes que creen que dominan con el látigo los leones encerrados en el armazón de Chernobyl. Bobby, se llama. Es libre la tarde del miércoles, las zapatillas deportivas manchadas de grasa, las monedas sueltas en el bolsillo y el sol en el horizonte que invita a saltar las alambradas. Arden los contenedores, silbatos y pancartas con eslóganes de décadas pasadas. Escapa y se cobija en el libertinaje y el grito a la esperanza del mañana. Pronto volverá a disfrazarse, llevar la insignia en su pecho y custodiar a los que como él ahora cantan a la utopía.

viernes, 22 de junio de 2012

I LOVE... ME


Hoy iba andando por una de las sempiternas callejas salmantinas cuando he visto a una chica que lucía una de esas camisetas que rezan: I LOVE (éste representado en un corazón) NY. La apreciación, por irrelevante, no tiene nada de particular. De hecho, cada día vemos decenas de ese tipo de camisetas ‘suvenir’ que informan sobre la existencia de algún lugar y que sugieren que quien la viste o algún allegado de éste ha estado en equis punto geográfico del globo. Las camisetas ‘suvenir’ son parte de nuestro imaginario universal, son parte de una suerte de armario común del que todos nos hemos servido alguna que otra vez. Así pues, el ser humano contemporáneo está diseñado para reconocer y aceptar la existencia de las camisetas ‘suvenir’ del mismo modo que asume de forma natural los principios de la física o la ineptitud política.

Dicho lo cual, queda preguntarnos: ¿Y a mi qué coño me importa que ames Nueva York? Quiero decir, ¿por qué tienes la necesidad de proporcionarme esa información? ¿qué quieres de mí, completa desconocida? Creo que tratas de decirme que un día estuviste en Nueva York, que te enamoraste del lugar y que fue una experiencia vital tan gratificante que sentiste la necesidad de compartir ese jocoso momento con el resto de los mortales, a sabiendas de que Nueva York, sobre todo, mola más que la mierda de ciudad en la que ambos habitamos (que no tiene porqué, pero así lo cree ella). Algunos diréis: “¿qué más da? Si le gustó Nueva York y quiso tener un recuerdo de la ciudad ¿por qué le molesta a este mindundi?”. A los que opinen así, yo les digo: ¿qué más me da? Si le gustó Nueva York y quiso tener un recuerdo de la ciudad ¿por qué lo comparte conmigo? ¿Por qué no se ha comprado un taza de café, o una pequeña figura de la Estatua de la Libertad, o un imán para la nevera del Empire States? La respuesta es que todas esas cosas no brillan, no se pueden lucir, con lo cual nadie, más allá de aquellas personas que compartan techo con ella y los allegados, sabrán de su envidiable mundanidad. ¿Hay cosa más trágica que realizar un viaje idílico y que, de vuelta a la vida cotidiana, nadie pueda constatar ese hecho? ¿De qué sirve, entonces, cumplir los sueños comunes al resto de la humanidad, si el resto de la humanidad no es testimonio de tan glorioso triunfo? 

La prueba de que enfundarse una camiseta de este pelo no es una decisión arbitraria es que nunca, o en raras ocasiones, esa ciudad es una ciudad cualquiera. Nunca es Benidorm o Ponferrada o Matalascañas. Suelen ser ciudades de referencia en el ideal Occidental: Los Ángeles, Barcelona, Berlín... y suelen ser camisetas con un acabado aséptico, calculado, sin alma, rayanas al logotipo. ¿Dónde han quedado esas fabulosas camisetas de fantasía, llenas de colores imperfectos, con ese particular efecto desaturado, en las que un delfín, una palmera, un islote o un ancla ensalzaban junto a una leyenda, en generosa tipografía y convenientemente arqueada, las bondades de ese pueblo en el que veraneaste un par de semanas: ‘SANTA POLA, TRADICIÓN DE SALITRE’? Y es que hubo un tiempo en que lucir una camiseta ‘suvenir’ era señal de humildad, de sencillez y estima hacia lo local y hacia las cosas pequeñas de la vida. Nadie se sentía ofendido, nadie cuchicheaba a espaldas de quien vestía con orgullo y solera una camiseta estampada con una ensaimada, la Alhambra o una paella. Ahora, la globalización de los ideales ha convertido emplazamientos de ensueño como Torremolinos o Oropesa en poco menos que un estigma geográfico. La ciudad que se pregone en una camiseta ‘suvenir’ posmoderna debe cumplir unos mínimos de glamur. Debe gozar de cierto prestigio en el imaginario consabido por los congéneres de Occidente. Nueva York, París, Londres, Roma… grandes joyas de la corona terráquea, las bombillas brillantes del mapamundi, testimonios de la historia, buques insignia del progreso y la moda… ¡Lugares de los que un terrícola pueda sentirse orgulloso!

Creo que todo esto versa sobre la felicidad, y sobre la necesidad humana de reafirmarla a través de la de los demás. Parece ser que el grado de felicidad lo determina el hecho de que la gente considere la propia felicidad menos interesante que la del vecino. “El vecino ha estado en Nueva York, qué cabrón. Y yo currando”. Y el que ha ido a Nueva York, a sabiendas de cuál será la reacción del vecindario (puesto que él también la ha sufrido), se convierte, por un instante y para su regocijo, en el epicentro de SU universo, a ojos de los que le rodean. Joder, no hay mayor nutriente vital que el que alimenta el ego. Digánselo sino a... cualquiera. Nuestra felicidad pasa, al final, por ser, -mediante una convención que nos dice cuál es el ideal de felicidad-, mejor que la del otro. De algún modo, nos complace no ser los rezagados. Saber que hay gente que vive peor que nosotros. Encontrar nuestra nube de consabida felicidad. Y sobre todo, decirle al mundo que nuestra vida no está nada mal, e incluso que está mejor que la de la mayoría de nuestros congéneres (aunque luego sea humo*), y saber con tremendo gozo que, al final, el mundo te va a dar la razón. Es gasolina para el ego. Un motivo para seguir vivo y soñar que, tal vez, el próximo destino sea la Luna. Eso sí sería la hostia. Y que hubiera una tienda suvenirs en la que vendieran camisetas I LOVE THE MOON.

* Y dicho lo cual, momento para la auto-crítica: tengo una camiseta de Los Ángeles, y nunca he estado allí. Tengo otra de Las Vegas, y sí, he estado. No tengo ninguna de Benidorm, pero todo llegará…

miércoles, 20 de junio de 2012

Me basta así. A.G.


Estos días he estado ausente por motivos académicos que ahora no vienen al caso. Esos mismos motivos han hecho que mi producción de cara a las aportaciones al blog haya sido nula, cero, principalmente porque no he tenido tiempo para escribir nada medianamente decente. Por eso, en esta ocasión, la entrada no consiste en la aportación de una creación original, sino en una recomendación.

El poema que se transcribe a continuación, el archiconocido "Me basta así" de Ángel González, es con mucho mi poema favorito. No por una concentración de símbolos especialmente evocadora, ni por la utilización equilibrada de los recursos y figuras poéticos, ni por su ritmo (tiene más del que parece a "primera leída"), sino por la idea central, por la idea madre de todo el poema, la cual es sin duda la cosa mas hermosa que se puede decir a una mujer -por su parte, el ser más hermoso sobre la faz de la tierra (guiño)-. 

Porque no es posible, al menos yo no lo concibo, llevar la pasión y la admiración por una persona a un lugar más elevado que al que las lleva en este poema Ángel González. Esta idea central consiste, a mi entender, en decirle a otra persona que su existencia y su amor le convierten a uno mismo en un ser que trasciende, ya no lo humano, sino lo divino, en un ser liberado de deseos y anhelos terrenales, alguien completamente en paz. En definitiva, es la muestra del amor infungible más acojonante que jamás leí.

Cada vez que leo este poema pienso en ella. No os asustéis. Con ella me refiero a la mujer que en su día inspiró su redacción. Todos los poemas de amor tienen su musa. La de Ángel González tenía que ser de otra galaxia. ¿Nunca os habéis preguntado por "ellas"?¿Por esas mujeres capaces de liberar al poeta y llevarlo a las cotas más altas? Estaría bien que se plantease un debate acerca de la inspiración en este foro ... guiño, guiño; piso, piso .... ;)

Disfruten ...


ME BASTA ASÍ
 


Si yo fuese Dios 
y tuviese el secreto, 
haría un ser exacto a ti; 
lo probaría 
(a la manera de los panaderos 
cuando prueban el pan, es decir: 
con la boca), 
y si ese sabor fuese 
igual al tuyo, o sea 
tu mismo olor, y tu manera 
de sonreír, 
y de guardar silencio, 
y de estrechar mi mano estrictamente, 
y de besarnos sin hacernos daño 
—de esto sí estoy seguro: pongo 
tanta atención cuando te beso—; 
                                entonces, 

si yo fuese Dios, 
podría repetirte y repetirte, 
siempre la misma y siempre diferente, 
sin cansarme jamás del juego idéntico, 
sin desdeñar tampoco la que fuiste 
por la que ibas a ser dentro de nada; 
ya no sé si me explico, pero quiero 
aclarar que si yo fuese 
Dios, haría 
lo posible por ser Ángel González 
para quererte tal como te quiero, 
para aguardar con calma 
a que te crees tú misma cada día 
a que sorprendas todas las mañanas 
la luz recién nacida con tu propia 
luz, y corras 
la cortina impalpable que separa 
el sueño de la vida, 
resucitándome con tu palabra, 
Lázaro alegre, 
yo, 
mojado todavía 
de sombras y pereza, 
sorprendido y absorto 
en la contemplación de todo aquello 
que, en unión de mí mismo, 
recuperas y salvas, mueves, dejas 
abandonado cuando —luego— callas... 
(Escucho tu silencio. 
                     Oigo 
constelaciones: existes. 
                        Creo en ti. 
                                    Eres. 
                                          Me basta). 


Ángel González 

domingo, 17 de junio de 2012

La cosa más normal del mundo


Un tío normal, de gesto neutral. No es un tío muy extrovertido, pero tampoco un misántropo de esos que se refugian en sus pensamientos porque temen a la muerte y esas cosas. Parece que su misión es estar de paso. Es cínico, pero no un hijo de puta. Lo es porque no se siente parte de lo que le rodea. Acostumbra a estar solo. Viste chupa y un gorro, casi siempre. También fuma, y eso le confiere una imagen solemne que tal vez no corresponda con su manera de ser y sí con un cliché.

Cree que el mundo está corrompido, lo ha leído y lo ve. Sobre todo lo ve. Lo ve en la gente, en el repertorio limitado de perfiles, en las acciones, en los gestos y la palabras que articula el prójimo. Ve una cosa pero entrevé otra. Ve un extraño doble fondo en las personas. Ve cinismo, ve un pensar y un hacer malintencionado, ve apatía y trivialidad y mucha estética. Ve la estética del consumo, la identidad ofertada en estantes de un supermercado existencial. Ve algo parecido a ser alguien, un remedo de algo humano. Ve al hombre rendido a la exacerbación del hedonismo, aspirante de un ‘todo’ al que ni Zeus tiene acceso. Ve la soberbia de algunos. Ve como éstos ejercen un poder inexacto sobre otros, y éstos se lo tragan a paletazos, sin reservas. Ve sangre, dolor, muerte y prejuicios absorbidos por el mullido tacto de un sofá. Ve odio que se alberga en pos de un mundo mejor, que no es el de todos, sino del que alberga odio. Ve un estado del bienestar que no está bien, que sólo está bien para quien sepa qué coño es el bienestar. Y en nombre del progreso… También en los que abogan por él, por el progreso a cualquier precio, ve su ceguera.

A veces piensa en el suicidio. A veces piensa en matarse, de modo que algo cambie. La muerte cambia las cosas de un modo radical, para el que muere y para el que aún debe morir. La muerte ajena nos hace tomar consciencia de nuestra vulnerable y caduca humanidad. Piensa en pegarse un tiro delante de un ayuntamiento, o alguna mierda así. Y que se joda todo el mundo. Piensa en ser un mártir en funciones, sin rango de oficialidad, sin pretensiones de posteridad, sólo ser la sacudida definitiva para esas mentes que viven bajo la falaz sensación de libertad y horizontes crepusculares. A veces piensa que si fuera un héroe debería combatir a muchos villanos y no sólo a uno, como suele ocurrir en las películas. Piensa que el rol del villano se ha pluralizado, ha viralizado y está en cada casa, en cada cama, en cada sueño. Hoy en día ser villano es lo más natural del mundo, es la más humana e instintiva de las acciones del hombre. Por eso hay muchos villanos. Por eso hay poco héroes. Piensa que somos seres pasivos que medran bajo el amparo de una condición heredada: ser hijos de su tiempo. 

A veces piensa que soportaría una paliza, que soportaría una tortura, que soportaría el dolor en todas sus variables. Piensa que morir no es nada especial. Morir es una consciencia, un concepto cuyo sentido sólo se asume en vida. Piensa que es un cuerpo. Piensa que es carne, sólo masa, sólo cosa. No piensa en el más allá, ni el más acá. Piensa, piensa, piensa... y le gustaría no hacerlo.

Piensa en levantarse del sofá y hacer algo definitivo. ¿Acaso no es lo que hace la gente a todas horas?

sábado, 16 de junio de 2012

Promesas


Salgo al balcón armado con una efímera barrita de tabaco y un mechero ligero que piensa ya en herencias y legados. Hago girar la ruleta y la chispa y el escaso gas encienden la llama, tal y como nosotros hiciéramos un día, como si todo el gas y todas las chispas del cosmos no tuvieran más misión que iluminar la noche húmeda en que te pienso.

 El viento hace rugir la llama, que se debate entre la vida y la muerte, adquiriendo por momentos el tono azulado de unos labios inertes. Por fin, enciendo el cigarro. Doy una fuerte calada y expulso el humo de forma vehemente, ocultando un suspiro en la bocanada. Ese humo dibuja tu cuerpo en el cielo encapotado. ¿Quién dice que la pareidolia es una jurisdicción pueril?

Con la banda sonora del crepitar incandescente y de los coches que transitan la avenida te imagino desnuda en tu cama, envuelta en un ovillo de seda. Cuánto envidio esas sábanas que reciben la caricia de tu piel. Cierro los ojos y saboreo en la distancia el sudor salado  que se desliza por tu hombro y enredo tus bucles graciosos en mis dedos.

Deslizo mi mano lentamente desde tu pecho a tu ombligo y ahogas la nota de un saxo contra la almohada. Sonríes con los ojos cerrados, apretados, mientras tu pulso se acelera y el vello se eriza. Humedeces tus labios antes de entrecortar la respiración, ahora jadeo.

Tu boca se abre para dejar escapar el alma y tu mano se funde en mi cuello, como para evitar una huida. El mundo se impregna de un blanco luminoso y el frío y el calor, por un instante, son la misma cosa recorriendo tu espina dorsal. Al final, la marea se retira y nos acurrucamos oliendo a café recién hecho, en silencio. Abro los ojos.

 El pitillo claudica y yo vuelvo dentro a pensar en más formas de romper las promesas sin romperlas. Otras formas de no hacer lo que no me sale de dentro. A pensar en algo que me sirva para no arrepentirme al alba. Para sentir que no he tirado mi tiempo ni mis sueños.

José Ibáñez Bengoechea

viernes, 15 de junio de 2012

Miedo y asco (en Salamanca)

Esta tarde, entre dos soporíferas y poco productivas sesiones de estudio, tomé un café con dos buenos amigos. Hablamos de los comienzos en Salamanca, de la incertidumbre, de la soledad ... Y recordé unas breves líneas que escribí a modo de desahogo en aquellos primeros días ... Hoy tienen un sentido distinto a entonces. Estas líneas, a pesar de su escaso valor artístico, siguen cumpliendo la función de hito que un día, con otro matiz y desde otro prisma, ejercieron. Es por eso que he decidido compartirlas ...


Sabes que no puedes culparme.

Como yo, llamarías hermano
y ofrecerías tu sangre
al primer desconocido que te tendiese la mano
o te sonriese un instante.
Aquí la familia es importante.

Mis pupilas dilatadas y mis manos temblorosas se alimentan del mismo hedonismo caduco y ensordecedor que las tuyas. Brindemos una vez más por nada.

Es el triunfo del exceso,
de vivir al peso y al día,
de renunciar sin previo aviso a la poesía,
al calor;
al “siempre serás mía,
al menos en mi corazón”.

Pero no temas, conozco el sabor del salitre y el susurro de las yemas de los dedos al acariciar sin látex de por medio, a pecho descubierto, a tumba abierta. Te los mostraré cuando quieras.

José Ibáñez Bengoechea

jueves, 14 de junio de 2012

Hay que joderse


Estaba despistado, absorto en mis pensamientos. Intentaba descifrar la letra de la canción de los Planetas que sonaba en aquel local abarrotado. En ese instante los vi, eran unos zapatos de charol blancos impolutos. Me detuve en ellos un instante sin llegar a creerme lo que veían mis ojos. A continuación, subí por tus medias oscuras hasta tu vestido estampado con flores otoñales, desde tu rodilla a tu escote y, al final del trayecto, estabas tú. Tú y tu pálida sonrisa y tus inmensos ojos y tu pelo a lo cazo; parecías salida de un videoclip de los Yeah, yeah, yeahs.

Experimenté el impulso irrefrenable de poseerte. Se apoderó de mi la misma ansiedad que se apodera del niño en las calurosas mañanas de primavera, cuando, después de jugar en el patio bajo el sol, acude veloz a beber de la fuente y bebe hasta que se siente lleno, completamente saciado, hasta que no puede más, dejando escapar el agua por las comisuras de sus labios.

Acudí a ti sigiloso. Cuando estuve a tu lado, hice lo que mejor se me da: cagarla. Si tan sólo me dieran un céntimo por cada vez que me equivoco… No fui original. Supongo que no soy original. Escupí lo que yo consideraba un halago. Pudiste entender alguna palabra de mi balbuceo etílico, porque respondiste “gracias”. Cuando me presentaste aquella sonrisa como guarnición de tu agradecimiento, sentí el ridículo de verme atrapado por tu gravedad y comenzó el colapso. Creo que ese fue el momento en que asumí que estaba perdidamente enamorado de ti.

Te dije algo en mi huida y me volví a esconder entre el gentío. En ese momento la excitación no me dejaba darme cuenta de lo que acaba de suceder. Había dejado escapar una maravillosa oportunidad y sólo era capaz de sonreír como un idiota, imaginando la próxima vez que te encontrase.  Entonces sí, entonces sonreiría, me mantendría firme y te hablaría sin tapujos y tú me volverías a sonreír y la felicidad me guiñaría un ojo. Hay que joderse.

miércoles, 13 de junio de 2012

El cuerpo ahorcado

Voz anónima, mirada al suelo.
Era otoño, y ahí, en el suelo, yacían
las hojas de un platanero,
circunspectas en el aire, inanimadas,
pero hechas de vida, y él observaba
esas hojas eternas, que son testimonio de su tiempo,
como única prueba, de certidumbre.

Efluvios de muerte, de un ser esculpido
por caprichos de la contingencia.
Su rostro eran los años, los golpes,
los días y las noches.
Era otoño, y el viento golpeaba,
también a su cabello, que ya había muerto.
Oyó crepitar el cerebro tras el suelo
carnoso que lo nutre. Y él seguía mirando.

Cadáver anunciado, un certero apriorismo,
sólo cuestión de segundos
y en la horca se haría la vida,
un verdugo la precedería, y la muerte a éste.
Y a ambos, y a todos los presentes.

Las hojas espasmódicas, vivas,
responden al aire, son cuerpos
llenos de vida al pie de un platanero,
y él mirando, vacío y extinto,
algo nauseabundo, por aquello de morir.

Era otoño, de rostros rocosos,
las hojas ignoran,
y él sabe demasiado,
pensó que estaría más cerca de ellas
al caer ahorcado.

Ína

Esnifó vehementemente el largo y último trayecto blanco y granulado hacia la muerte, dejando algunos rastros polvorientos sobre la mesa de cristal alborotada de cosas: cuchillas oxidadas, ligaduras, tarros de vidrio mugrientos, insectos paralizados ante los flashes fugaces de la bombilla que destella desde el centro de la habitación en sus últimos suspiros. Saltaron las lágrimas y un quemazón, doloroso y sordo, se instaló primero en la nariz y después detrás de la frente, para martillear finalmente detrás de los ojos como agujas candentes. Aparecieron las montañas del desierto, los hombres con turbantes y Kaláshnikovs y los campos extensos de adormideras que se mecen por el aire cálido, las pieles surcadas por el sol y los ojos achinados y profundos de cuencas abismales, las telas de las tiendas a oscuras bajo el clamor de sonidos misteriosos y las destiladoras, los vuelos internacionales con pasaportes falsos, las mulas, la cuchara y la piedra que humea y el último eslabón de toda esta mierda que ayuda a perpetuar desgracias sin nombre ni caras. Algo caliente recorrió la parte superior del labio, como un gusano candente y baboso, de sabor metálico al gusto. El traumatismo había sido importante. El talco, azúcar glas, la tiza, los barbitúricos, formaban parte de la mezcla impura que desgarró parte de la mucosa nasal. Llevaba en su muñeca izquierda un reloj ostentoso que le había regalado una antigua novia. Hace poco más de un año murió. Se tumbó en el asfalto de una carretera comarcal y un vehículo familiar le trituró la cabeza con las ruedas delanteras. El forense tardó más de veinticuatro horas en identificar el cadáver. “Sufría de neurosis, depresión y estaba como una auténtica regadera, pero conservar parte de la dentadura a veces facilita estas cuestiones”, esgrimió el experto con una sonrisa de satisfacción tras la conclusión del caso. A pesar de su muerte, el reloj seguía marcando la hora como el primer día: las 9:20, un detalle sin mucha transcendencia. Unas botellas vacías de cerveza se posaban sobre una mesita baja de madera junto con varios ceniceros repletos de colillas, cajas amontonadas y enmohecidas, un diario con algunas frases sueltas, blísteres de antipsicóticos y antidepresivos vacíos. Acababa de ingerir cincuenta y cuatro comprimidos antes del viaje. Quería asegurarse de que fuese exclusivamente de ida; siempre le deprimía la vuelta a casa. Su madre falló años atrás con la dosis y se quedó parapléjica en una silla de ruedas aguantando las insolencias y vejaciones de las auxiliares de la residencia de beneficencia, mucho más llevaderas que las palizas de su marido. Cuestión de prioridades; lo último para él sería depender de alguien para que le limpiasen el culo. Echó la cabeza hacia atrás con un grito ahogado y descansó sobre un sofá mullido estilo pop, las yugulares ingurgitadas, el cuerpo cubierto de una fina capa de sudor frío y cortante. No entendía qué hacía allí ni por qué había tomado esa decisión. Lo último que quería era pensar. Arrepentirse. Gritó de nuevo. Esta vez fue un alarido de auténtico terror. Podría decirse que rozaba la euforia y la locura. Su padre llegaba tarde a casa, como todas las noches, apestando a ginebra y whisky, y le abofeteaba sin pretexto alguno la cara a su madre, la mejilla tumefacta golpeando el suelo sin barrer, una muela saltando en mil astillas. Su primer trago fue en una reunión de empresa rodeado de sus nuevos compañeros de trabajo que celebraban la apertura del trimestre de ventas; la última botella fue en soledad junto al río, antes de embriagarse, tropezar con un adoquín en mal estado y ahogarse en las aguas poco profundas del Ulroth. Así de puta es la bebida, que todo se lleva, hasta a los amigos, los espejismos. Tenía en su estómago una olla gigante llena de sopa que alguien removía con un cucharón enorme. Comenzaron las náuseas. El corazón palpitante, como las sienes. Jadeaba. El aire costaba cada vez entrar más en los pulmones. Alfileres. Creía que se le iba a salir el pecho con palpitaciones tan intensas. Vomitó una mezcla de comida, sangre y bilis y parte del contenido lo aspiró, bloqueándole el bronquio izquierdo y parte de la nasofaringe. No podía toser. El pulso loco, arrítmico. Percibió un dolor muy fuerte en mitad del tórax, como si le hubieran seccionado la aorta, y todo se tornó incandescente, gris. Otro vómito. Más sangre. Se sentía pleno, globos de helio y zeppelines de colores surcando el cielo, bombas de fósforo sobre Dresde. Cayó al suelo de bruces. Sonó el timbre. Se difuminaba la vida. Volvió a sonar el timbre, como el despertar de un sueño. Su hermana pequeña portaba un pequeño paquete en sus manos envuelto en papel marrón. Exclamó su nombre. Hace muchos años ya, en un día como aquél, a las 9:20 nació el único familiar que tenía en vida. El timbre retumbó por última vez en la niebla de espinos. No hubo respuesta.

martes, 12 de junio de 2012

Confesiones del amante borracho


Hubieses esperado al destello cegador que anuncia el fin del mundo. Lo supe mientras acariciaba tu cuerpo suavemente, temeroso de que el sueño se deshiciera entre mis dedos.

 Es por eso que me reconozco traidor cada vez que, al cerrar los ojos, os siento a ti y a tus labios tensos y sinceros en aquel portal perdido en el universo, a millones de años luz de la existencia.

Me siento traidor a la ilusión, al amor y a mí mismo,  traidor a los que buscan incesantes las miradas y los juegos, los latidos más intensos.

Hace tiempo que no culpo al destino, porque cuando, como yo, derramas la felicidad más absoluta por miedo a que se evapore un día, no puedes sino agradecer aquellos instantes sublimes y pedir perdón por tan nefasto derroche.

No volverá aquella primavera, ni aquella madrugada en que un susurro que bailaba en un jardín de infancia escapó libre, casi tanto como yo.

Quizá sea por eso que, disfrazado de amargor, me visitará hasta el fin de los días tu dulce recuerdo, aquel que me advierte de que he de dar gracias de que un día, más que formar parte de ella, fueses mi vida.

José Ibáñez Bengoechea

lunes, 11 de junio de 2012

Un rescate futbolero

El fútbol no tiene la culpa. 

Entiendo la indignación de la gente, pues yo mismo estoy indignado (ya hace mucho tiempo, no sólo por esto) después de ver como el Gobierno de nuestro país pretende hacernos creer, como si fuésemos estúpidos, que España no atraviesa una situación catastrófica en cuanto a lo económico y que eso, le pese a quien le pase, va a derivar, habiendo dejado el timón de nuestro país en manos de esta basura de políticos, en una crisis social y cultural que es muy probable nos lleve a retroceder unas cuantas décadas sin adentrarnos en ningún libro de Historia (del plan Bolonia).

Pero repito, el fútbol no tiene la culpa.

He oído cosas muy extrañas estos días. Cosas como: "deberíamos dejar de ver la Eurocopa todos a la vez, que le jodan al fútbol, sólo han esperado a que empiece el torneo para lanzarnos la noticia de un rescate como si nada sucediese". Estoy de acuerdo en que la actitud del Gobierno de nuestra nación, a instancia de la todo poderosa Unión Europea, es vergonzosa y deplorable y que dice mucho de la imagen que desde las altas instancias tienen de los ciudadanos, a los que no dejan de ver como unos borregos manipulables que no se enteran absolutamente de nada. Hacer coincidir la fecha del anuncio del rescate con la jornada previa al debut de La Roja en la Eurocopa 2012 (rescate que el día anterior había sido negado), no ha hecho más que producir el efecto contrario al esperado por nuestro inteligentísimos políticos: la gente se ha cabreado aún más, si cabe.

Pero la culpa no es del fútbol. El fútbol, en este caso, es tan sólo una herramienta más, como lo son los medios de comunicación (dígaselo a los mineros asturianos, desaparecidos de la faz mediática estos días) y el miedo que nos inducen a través de ellos con el respectivo efecto atomizador. Vicente del Bosque no ha pedido ningún  rescate, el pobre hombre estaba muy ocupado pensando un once titular sin un nueve de referencia (ya te vale Vicente, colegui). El rescate, la crisis, el recorte social y las penurias económicas que pasan algunas familias españolas (siempre demasiadas) son el resultado de la horrible gestión llevada a cabo por la clase política con menos clase de la breve historia de la democracia de este país, aquella que se gesta a la sombra del euro, el mismo euro que se ha follado sin lubricante, sin invitarle a una copa, a la soberanía de nuestro país hasta el punto de vaciar de sentido el art. 1.2 de nuestra magnífica Constitución, iniciando el efecto dominó en que nos vemos inmersos, acojonados al no saber cual será la última ficha, el momento en que todo pete de una vez por todas.

La situación es muy cruda amigos míos, pero la culpa no la tiene el manta de Torres, ni el fútbol, ni el pan, ni el circo, la culpa la tienen los ineptos gobernantes a los que no hemos sabido hacer entender lo que significa que "la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado". Al final, que nos enfademos con el fútbol y que el objeto de nuestra ira sea la Euro 2012 termina por producir el efecto que "ellos" deseaban: que las conversaciones se centren en si deberíamos ver o no la dichosa eurocopa y no en si deberíamos dar un vuelco a esta situación y salir a las calles a reivindicar la soberanía y un gobierno que mire por los ciudadanos, su salud y su educación por encima de todo. Al final, consiguen que no pensemos en el fondo del asunto. Yo me lo voy tomando con humor y me imagino a Rajoy susurrando esta canción al oído de la Merkell:


"Que pagues el rescate que abajo de te indico. Yo tampoco me explico por qué no acudí antes a ti" 

jueves, 7 de junio de 2012

Fase Rem


Fabián era sonámbulo. Siempre lo había sido, desde niño. Era esta una característica peculiar que le acarreaba muchas dificultades. El mayor de todos, dentro de su innumerable lista de problemas relacionados con el sonambulismo, era la extrañísima tendencia onírica que le impulsaba, en ese estado de inconsciencia, a robarse a sí mismo su propio dinero.

Fabián llego a hacerse a la idea de que un estremecedor recuerdo de su infancia, la traumática muerte de su perro, atropellado por un camión frigorífico, había llevado a su subconsciente a emular, cuando dormía, a aquel perro querido, escondiendo su dinero en algo parecido a un agujero en la tierra.

Intentó muchas veces y de muchas formas que no se repitiera la escena fatal, aquella que lo encuadraba a él con su pijama, su bostezo y sus legañas observando el vacío, la nada que sustituía muchas mañanas a sus monedas y billetes.

Ocultó el dinero en los lugares más insospechados. Esperaba con ello no acordarse de dónde lo había hecho. En previsión de esto, anotaba el lugar exacto en un post-it que guardaba en un cajón.

El último lugar en que escondió sus escasos ahorros fue un huequecito que quedaba entre la encimera de la cocina y la lavadora, justo debajo del lugar donde todas las noches se quedaban dormidos, en amor y compañía, los platos, vasos y cubiertos empleados para la cena. Esa noche algún plato fue más inquieto de lo normal.

Un fuerte ruido sacó de un salto a Fabián de la cama. Eran las cuatro de la mañana. El estruendo provenía de la cocina. Armado de valor, Fabián corrió hacia allí.

Al llegar encontró a su compañero de piso, Iván, con las manos en la masa. Billetes en una mano y trozos de un plato roto en la otra manaza. Iván, totalmente encarnado, sólo acertó a decir una cosa: ‹‹ Tío, con los post-it lo dejaste a huevo››.

miércoles, 6 de junio de 2012

La vida de las manos

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Esta mano no es mía. Esta mano que miro detenidamente no es parte de mí. Lo que parece una extensión de mi cuerpo, no lo es. No soy yo. Yo la veo a ella, y ella no me ve a mí. Y se mueve sin reparar en mi presencia. Ella no soy yo, eso es de cajón. Se mueve sin obedecer ninguna ciencia. La abro, lo más que puedo, con una fuerza inusual, y de ella se asoman tendones, venas... Luego la cierro lentamente, haciendo crujir los diminutos huesos que esconde en su interior, hasta convertirse en un puño, una bola de huesos replegados y vestidos de carne y sangre y piel y otras cosas que no sé qué son. Repito ese procedimiento una y otra vez, y observo el reverso, y las uñas, y hago bailar los dedos como si fueran los de un virtuoso pianista. Es una mano, no es de nadie. Tiene vida propia, cuánto más lo pienso más creo en ello. A veces pasa que aquello que ves y entiendes como parte de ti, de tu existencia, no lo sientes tuyo. O no lo ves como tal. De la misma manera que el paso del tiempo es algo impreciso, la conciencia misma, la que nos hace reales en armonía con los demás, con la civilización, la naturaleza y el mundo, es arbitraria en extremo. Del mismo modo que no existen los colores, el viento o las sillas sino una creencia de ellas, una conveniente certidumbre que las hace reales a ojos del universo. Sólo tenemos unos ojos con los que constatar las cosas, hay que sospechar de ellos como de la historia, la ciencia o los informativos de la televisión. A veces pasa que la mano que miras, la tuya, no parece tuya, no parece tener dueño.

lunes, 4 de junio de 2012

El flechazo


No fue mi guardia baja, sino tu desarme inconsciente de grandes ojos y dulce boca el que permitió a tu mirada someterme al embrujo, al hechizo que emana de ti sin tú saberlo.

Te había soñado antes de aquella tarde, aunque con otro rostro y otros pechos, nunca tan presente, tan de carne y hueso. Te reconocí en tu plenitud y en mi fragilidad, en la luz serena que inundó mi cuerpo, la ciudad e incluso el espacio exterior.

Todo el universo se paralizó por un momento, como para hacerte una reverencia. Por eso supe que eras tú y no otra. Ahora, con tu realidad, me has inundado y me cuesta respirar sin exhalarte.

A ratos te amo y te odio, porque si es cierto que ninguno elegimos cruzar los destinos en aquel callejón, más cierto es que para mí fue derrota y para ti… bueno, para ti nunca fue.

Es el irremediable efecto de tu condición angelical, de esa aura tuya que inclina la balanza; si yo no sé tu nombre, tú no sabes mi existir; si te busco a tientas, no seré quien te acaricie.


José Ibáñez Bengoechea

El crucigrama universal

Mientras viaja por la L5, Cora rellena el crucigrama de un periódico gratuito. Carlos, que viaja en el asiento contiguo al de Cora, observa de reojo la tercera vertical en la que ella se ha encallado. VERTICAL. 3: Le hiciste sufrir. Carlos empieza a procesar todas las palabras de ocho letras que conoce y que corresponden con el enunciado, mientras Cora parece hacer lo propio una vez adoptado el atavismo del bolígrafo en el mentón. Ambos deducen que la respuesta correcta es un verbo y que debe constar, sin excepción, de un sufijo que conjugue con el Pretérito Perfecto, puesto que el enunciado Le hiciste sufrir contiene un verbo con tales características.

Cora percibe que el pasajero situado a su lado izquierdo está concentrado en su periódico. Lo sabe porque ha intuido un leve acercamiento, y porque esas cosas se saben. Una furtiva mirada por el rabillo del ojo –ni siquiera se podría considerar una mirada, acaso un impulso, un... ¡zas!– confirma sus sospechas; un chico, de su misma edad más o menos, ha fijado la atención en su periódico y parece que está jugando a ver cuantos enunciados es capaz de resolver. A Cora no le incomoda que un desconocido se inmiscuya en sus cosas, aunque ella no es nadie para eximirse de sentir cierto desdén por esa presencia extraña en su ejercicio favorito de camino a la universidad.

Carlos parece estar cada vez más relajado en su intrusión, y aquel primer arrimo con la cabeza, aventurado e inocente, ha derivado en un allanamiento de burbuja vital. Cabeza, manos, pies... todo el cuerpo de Carlos está impúdicamente dirigido hacia el periódico. Con gesto noble –esto es, piernas y brazos cruzados– y el ápice de su lengua fuera, el chico se entrega al crucigrama. "Le hiciste sufrir. Ocho letras. Afligiste, no, tiene nueve. Abatiste… no coincide con las horizontales. Aba… Des… Jod…". Carlos está demasiado abstraído en el crucigrama para cerciorarse de que cada vez está más cerca de Cora. Con el avance sutil pero inexorable de un iceberg que se desplaza por el mar, Carlos se va acercando a ella. Se arrima tanto a Cora que sus hombros ya han entrado en contacto. Llega un momento en el que Cora no precisa de ningún deliberado ademán, ni siquiera de una especial atención, para oír con asombrosa claridad las respiraciones nasales de Carlos, ni para sentir su húmedo aliento impregnándose sobre su cuello, ni sus latidos mudándose a su cuerpo y circulando por él y palpitando al mismo compás... De hecho, está tan cerca que empieza a pensar que en realidad no le interesa el periódico, sino que tal vez se está quedando dormido encima de ella, o quizá le está birlando la billetera, que está encajada en su bolsillo izquierdo, y que esa es la razón verdadera de que su cuerpo se haya decantado tanto hacia ese lado.

Carlos carraspea muy cerca del oído de Cora, que empieza a incomodarse. Si bien alguna vez se había encontrado en una situación similar, nunca había llegado a experimentar tal grado de invasión. Nunca hasta el extremo de verse intimidada; acaso inquieta o algo tensa, pero nunca hasta el punto de querer levantarse de su asiento, propinarle un buen empujón al intruso y hacerle saber a toda la concurrencia lo que ese extraño le hacía sentir. Sin embargo, nada de eso hace.

Carlos está recostado sobre el hombro de Cora, concentrados en el periódico, cada uno pensando en las respectivas palabras memorables que pudieran caber en las ocho casillas.

- Ya lo tengo… -murmura Carlos, levantando la mirada hacia Cora. Ésta hace lo propio, y sus rostros quedan uno frente al otro.
- ¿Y…? – inquiere ella.
- Es apenaste.

Y luego, el planeta Tierra estalla en millones de pedazos.

sábado, 2 de junio de 2012

Digan lo que digan

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Aloha a todos. Me honra compartir ventana en la red con un 'hipster' convencido, mejor persona. Trataré de colgar algún post, e incluso, si puedo, alguno que se entienda un poco. No me llamo Paco, pero si miráis fijamente en un punto equidistante de vuestras pantallas del ordenador se os dibujará mi verdadera identidad, en Arial 12, en vuestras mentes.

Una cosa,

A veces pasa que dices algo y, por una endiablada carambola de ideas, pasas a pertenecer a un club de fans. Sí, eso ocurre. Hoy en día, se corre el riesgo, a poco que te pronuncies, de llevar grabado en la piel un marchamo a tiempo indefinido. Eres del Barça, eres un hipster, eres de izquierdas, eres de Nesquik... El término medio o los matices ya son historia. Cualquier movimiento, cualquier paso que se haga –sea en falso o deliberado– te puede convertir en vegetariano, capitalista, hipster, perroflauta, 15M, nacionalista o en cualquiera de los múltiples (nunca tantos como terrícolas habitan en este planeta) arquetipos a los que puede aspirar un ser humano occidental –esto es, liberado de preocupaciones terrenales y con mucho tiempo libre para posicionarse sobre cosas absurdas y pensar con qué nombre hay que llamar a las cosas–. Algo ha pasado que ya no somos humanos. Ya no nos equivocamos, ni somos contradictorios, ni vulnerables, ni tremendamente complejos. Ahora somos una cosa, uniforme, gris y legible en su epidermis. Y si lo dices, lo eres. Así que hay que andar con cuidado con lo que se dice, se piensa o se haga. Todo lo que digas será utilizado en tu contra. Una vez dicho, no hay marcha atrás, no hay opción a enmienda. Cuidado, amigo, porque nunca se sabe en qué bolsa del súper puede acabar tu maltrecha identidad.

Somos lo que decimos, no lo que hacemos. Sí, la frase está invertida, pero no es mi culpa. Algo ha hecho virar el buque 180º y ahora vamos al pairo, llevados por una nueva e imparable corriente: la pose. Pertenecemos a la era de la proyección, en la que las entrañas de las cosas importan más bien poco, no así la imagen que transmitas a los que te rodean. La imagen nos define -engañosamente- a múltiples niveles (personalidad, ideología...), por eso ha escalado en nuestra pirámide de prioridades. Por cierto, antes de salir de casa echaos un ojo en el espejo... Y con imagen no sólo me refiero a lo que se ve, sino también a la imagen que resulta de las palabras. Decir una cosa y convencer al otro de que se es esa cosa hoy en día es muy fácil. Para convencer al otro de que se es ‘hippie’, por poner un ejemplo, sólo hay que cumplir unos mínimos estéticos e ideológicos. Una rasta y un grito de guerra contra la deforestación y la venta está hecha. 

Y es que somos juzgados, con pasmosa ligereza, por cómo vestimos, por lo que decimos o por los alimentos que comemos. Sin embargo, qué sorprendente comprobar que, a menudo, escapa de nuestra voluntad decidir cómo vestimos, qué decimos o qué alimentos comemos. La razón es que existen fórmulas prediseñadas y convenciones acerca de cómo hay que hacerlo, con lo cual, nos ceñimos a ellas. No hay que pensar, pensar no mola, no está de moda. Está de moda adherirse a un pensamiento, uno claro, mascado, que sea puré, que es más fácil, que no hay que pensar, solo ceñirse, decir que piensas así. Esa es nuestra única libertad, decir que somos cosas que en realidad no somos. No nos engañemos, el libre-pensamiento es terreno exclusivo para niños, locos y borrachos... 

A pesar de nuestra atávico afán de control sobre aquello que nos rodea, no podemos negar que los seres humanos somos hijos de la circunstancia. No podemos controlar el universo. Nadie decide el lugar en el que nace, ni el estrato, ni la educación que recibe en su infancia... y sin embargo, eso parece ser lo que más influye en nuestra manera de ver las cosas. Sin embargo, el neoliberalismo ha impuesto unas nuevas reglas que trascienden al destino, a los estratos, a la familia... Ha conseguido que todos rememos en una misma dirección (qué nazi suena eso, ups) y, hoy más que nunca, las personas estamos al servicio de un experimento social: la globalización. Esa gran madre común que nos abraza y nos dice cómo hay que atarse los cordones de los zapatos. Gracias mamá...

Un solo pensamiento, muchas formas de vestirlo, muchas formas de asociarlo. A falta de identidad propia, somos patéticos esclavos de la mitomanía, la agrupación social y la realidad virtual: Vemos a Marilyn Manson en MTV y queremos ser oscuros y abruptos como él, sin embargo, luego experimentamos la plenitud de estar vivo; vemos un documental de ballenas asesinadas y sentimos pena, aunque se diluye gracias a Dios al cambiar de canal; leemos a Kerouac y medio bajamos el párpado en señal de suficiencia y cinismo existencial, pero luego fingimos seguridad emocional ante los demás y lloramos en casa. A falta de respuestas, tenemos la televisión y su sesgada transmisión de la realidad. Nuestra nueva cultura. Suficiente. Necesitamos aferrarnos a algo y hacer de esa creencia el más impenetrable de los escudos.  Porque hay que creer en algo. En juego: nuestro ego. Nuestra identidad está en constante estado de cambio, buscando maneras de enmascarar nuestras debilidades, de ocultar nuestra imperfección (de la que nos avergonzamos, a pesar de que es lo que nos hace humanos), buscando refugio provisional a la espera de que nuestra carcasa quede obsoleta o de que nuestro estado anímico sufra otra catalepsia y necesite de un nuevo paraguas bajo el que resguardarse. Simple. Buscamos lo mismo que buscan los creyentes en Dios o los aficionados al futbol: algo en lo que creer mientras llega el fatídico momento de desaparecer. Sí, vamos a morir, no os tapéis los ojos, moriremos igual. Buscamos motivos para seguir haciendo lo que tengamos que hacer. Enriquecerse o empobrecerse o subsistir. El hipster busca en su gruta subcultural una nube en la que evadirse del mundo globalizado, el somalí adolecido por la hambruna busca fe en un Dios redentor y el futbolero busca en Gol Tv su momento de paz espiritual. 

Lo dicho. No hay una manera de ver las cosas. No hay una sola cosa. Hay muchas cosas. Hay que cuestionar las cosas. Hasta las cosas incuestionables.

Como decía aquel, digan lo que digan...





viernes, 1 de junio de 2012

Lo que motivó el comienzo ...

El título de esta entrada se corresponde con el inicio de la canción "poesía difusa" del gran poeta urbano Nach. Esto se debe principalmente a que hasta ahora no había tenido la motivación suficiente para iniciarme en el mundo del blog y comenzar a transmitir mis inquietudes y reflexiones (más o menos banales) al resto de la humanidad vía web. Sin embargo, dos han sido los impulsos necesarios para poner en marcha este pequeño expositor de materia gris y luces de colores (Joaquín Reyes añadiría un bizcochito bailando, poco más) y los dos han surtido su efecto principalmente por su proximidad temporal y el fuerte sentimiento de identificación que despertaron en mí.

El primero de estos impulsos fue la creación del blog "Sin pan ni circo" llevada a cabo por dos amigos "de siempre". La creación de este interesante blog, que aborda la situación de crisis económica, moral y cultural que afronta nuestra la sociedad global sin más limitaciones y censuras que las que se impongan a sí mismos estos dos crudos, sinceros y humanos bloggers, me ha servido para reafirmarme en mis convicciones y dar un paso más allá al mostrarme de forma fehaciente que todos y cada uno tenemos algo que aportar al resto de la humanidad con nuestro arte, nuestras reflexiones, nuestro trabajo o sencillamente nuestras enormes chorradas.


El otro gran impulso fue la mordaz crítica realizada hacia el movimiento erróneamente denominado "hipster", con el cual me siento fuertemente identificado, vertida por una señorita en su blog. He aquí la razón por la que este blog se llama "El Pecado de la Hipsteria". Os dejo el enlace:


Esta señorita que presenta a los hipster como seres despreciables, subproductos de una sociedad consumista, representantes de la hipocresía encarnada, falsos intelectuales, arrogantes, hedonistas, egocéntricos, personas (cuando menos) poco comprometidas con las mismas causas que dicen configurar sus indie-principios ... esta señorita ... lo más probable es que esté en lo cierto en la mayoría de sus afirmaciones. Sin embargo, esto no me impide ser consciente de que, como hijo de mi tiempo, de mi sociedad y de mi cultura que soy, abordar el desarrollo de mi personalidad optando por la inmersión en la cultura independiente es la mejor forma de empaparme de todos los extremos socioculturales posibles, pues lo "mainstream", my dear, va a empaparme hasta los huesos quiera yo o no.

De este modo, me proclamo orgulloso hipster, indie, moderno, freak o cualquier otra etiqueta que sirva para apaciguar las atormentadas mentes de aquellos que necesitan un orden categórico para fluir en el caudal social sin intoxicarse en exceso de pensamientos que puedan llevar a la quiebra sus principios y transformar su cordura en mostaza.

Queda inaugurado un espacio para el cine, la música, el anime, la moda, la reflexión, lo esotérico, los sueños y las pesadillas, las tazas de water, los mitos eróticos, las pompas de jabón llenas de humo y las chocolatinas derretidas ...


... queda inaugurado El Pecado de la Hipsteria.