lunes, 4 de junio de 2012

El crucigrama universal

Mientras viaja por la L5, Cora rellena el crucigrama de un periódico gratuito. Carlos, que viaja en el asiento contiguo al de Cora, observa de reojo la tercera vertical en la que ella se ha encallado. VERTICAL. 3: Le hiciste sufrir. Carlos empieza a procesar todas las palabras de ocho letras que conoce y que corresponden con el enunciado, mientras Cora parece hacer lo propio una vez adoptado el atavismo del bolígrafo en el mentón. Ambos deducen que la respuesta correcta es un verbo y que debe constar, sin excepción, de un sufijo que conjugue con el Pretérito Perfecto, puesto que el enunciado Le hiciste sufrir contiene un verbo con tales características.

Cora percibe que el pasajero situado a su lado izquierdo está concentrado en su periódico. Lo sabe porque ha intuido un leve acercamiento, y porque esas cosas se saben. Una furtiva mirada por el rabillo del ojo –ni siquiera se podría considerar una mirada, acaso un impulso, un... ¡zas!– confirma sus sospechas; un chico, de su misma edad más o menos, ha fijado la atención en su periódico y parece que está jugando a ver cuantos enunciados es capaz de resolver. A Cora no le incomoda que un desconocido se inmiscuya en sus cosas, aunque ella no es nadie para eximirse de sentir cierto desdén por esa presencia extraña en su ejercicio favorito de camino a la universidad.

Carlos parece estar cada vez más relajado en su intrusión, y aquel primer arrimo con la cabeza, aventurado e inocente, ha derivado en un allanamiento de burbuja vital. Cabeza, manos, pies... todo el cuerpo de Carlos está impúdicamente dirigido hacia el periódico. Con gesto noble –esto es, piernas y brazos cruzados– y el ápice de su lengua fuera, el chico se entrega al crucigrama. "Le hiciste sufrir. Ocho letras. Afligiste, no, tiene nueve. Abatiste… no coincide con las horizontales. Aba… Des… Jod…". Carlos está demasiado abstraído en el crucigrama para cerciorarse de que cada vez está más cerca de Cora. Con el avance sutil pero inexorable de un iceberg que se desplaza por el mar, Carlos se va acercando a ella. Se arrima tanto a Cora que sus hombros ya han entrado en contacto. Llega un momento en el que Cora no precisa de ningún deliberado ademán, ni siquiera de una especial atención, para oír con asombrosa claridad las respiraciones nasales de Carlos, ni para sentir su húmedo aliento impregnándose sobre su cuello, ni sus latidos mudándose a su cuerpo y circulando por él y palpitando al mismo compás... De hecho, está tan cerca que empieza a pensar que en realidad no le interesa el periódico, sino que tal vez se está quedando dormido encima de ella, o quizá le está birlando la billetera, que está encajada en su bolsillo izquierdo, y que esa es la razón verdadera de que su cuerpo se haya decantado tanto hacia ese lado.

Carlos carraspea muy cerca del oído de Cora, que empieza a incomodarse. Si bien alguna vez se había encontrado en una situación similar, nunca había llegado a experimentar tal grado de invasión. Nunca hasta el extremo de verse intimidada; acaso inquieta o algo tensa, pero nunca hasta el punto de querer levantarse de su asiento, propinarle un buen empujón al intruso y hacerle saber a toda la concurrencia lo que ese extraño le hacía sentir. Sin embargo, nada de eso hace.

Carlos está recostado sobre el hombro de Cora, concentrados en el periódico, cada uno pensando en las respectivas palabras memorables que pudieran caber en las ocho casillas.

- Ya lo tengo… -murmura Carlos, levantando la mirada hacia Cora. Ésta hace lo propio, y sus rostros quedan uno frente al otro.
- ¿Y…? – inquiere ella.
- Es apenaste.

Y luego, el planeta Tierra estalla en millones de pedazos.

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