Mientras viaja por la L5, Cora rellena el crucigrama de un periódico
gratuito. Carlos, que viaja en el asiento contiguo al de Cora, observa
de reojo la tercera vertical en la que ella se ha encallado. VERTICAL.
3: Le hiciste sufrir. Carlos empieza a procesar todas las palabras de
ocho letras que conoce y que corresponden con el enunciado, mientras
Cora parece hacer lo propio una vez adoptado el atavismo del bolígrafo
en el mentón. Ambos deducen que la respuesta correcta es un verbo y que
debe constar, sin excepción, de un sufijo que conjugue con el Pretérito
Perfecto, puesto que el enunciado Le hiciste sufrir contiene un verbo
con tales características.
Cora percibe que el pasajero situado a su lado izquierdo está
concentrado en su periódico. Lo sabe porque ha intuido un leve
acercamiento, y porque esas cosas se saben. Una furtiva mirada por el
rabillo del ojo –ni siquiera se podría considerar una mirada, acaso un
impulso, un... ¡zas!– confirma sus sospechas; un chico, de su misma edad más o menos,
ha fijado la atención en su periódico y parece que está jugando a ver
cuantos enunciados es capaz de resolver. A Cora no le incomoda que un
desconocido se inmiscuya en sus cosas, aunque ella no es nadie para
eximirse de sentir cierto desdén por esa presencia extraña en su
ejercicio favorito de camino a la universidad.
Carlos parece estar cada vez más relajado en su intrusión, y aquel
primer arrimo con la cabeza, aventurado e inocente, ha derivado en un allanamiento de burbuja vital. Cabeza, manos, pies... todo el cuerpo de Carlos está impúdicamente dirigido hacia el periódico. Con gesto
noble –esto es, piernas y brazos cruzados– y el ápice de su lengua
fuera, el chico se entrega al crucigrama. "Le hiciste sufrir. Ocho
letras. Afligiste, no, tiene nueve. Abatiste… no coincide con las
horizontales. Aba… Des… Jod…". Carlos está demasiado abstraído en el
crucigrama para cerciorarse de que cada vez está más cerca de Cora. Con
el avance sutil pero inexorable de un iceberg que se desplaza por el
mar, Carlos se va acercando a ella. Se arrima tanto a Cora que sus
hombros ya han entrado en contacto. Llega un momento en el que Cora no
precisa de ningún deliberado ademán, ni siquiera de una especial
atención, para oír con asombrosa claridad las respiraciones nasales de
Carlos, ni para sentir su húmedo aliento impregnándose sobre su
cuello, ni sus latidos mudándose a su cuerpo y circulando por él y palpitando al mismo compás... De hecho, está tan cerca que empieza a pensar que en realidad
no le interesa el periódico, sino que tal vez se está quedando dormido
encima de ella, o quizá le está birlando la billetera, que está encajada
en su bolsillo izquierdo, y que esa es la razón verdadera de que su
cuerpo se haya decantado tanto hacia ese lado.
Carlos carraspea muy cerca del oído de Cora, que empieza a incomodarse.
Si bien alguna vez se había encontrado en una situación similar, nunca
había llegado a experimentar tal grado de invasión. Nunca hasta el
extremo de verse intimidada; acaso inquieta o algo tensa, pero nunca
hasta el punto de querer levantarse de su asiento, propinarle un buen
empujón al intruso y hacerle saber a toda la concurrencia lo que ese
extraño le hacía sentir. Sin embargo, nada de eso hace.
Carlos está recostado sobre el hombro de Cora, concentrados en el
periódico, cada uno pensando en las respectivas palabras memorables que
pudieran caber en las ocho casillas.
- Ya lo tengo… -murmura Carlos, levantando la mirada hacia Cora. Ésta hace lo propio, y sus rostros quedan uno frente al otro.
- ¿Y…? – inquiere ella.
- Es apenaste.
Y luego, el planeta Tierra estalla en millones de pedazos.
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