Dejo la luz encendida. ¿Por qué no debería hacerlo? Me pongo
los zapatos a toda prisa, cojo el maletín y salgo del dormitorio. Me cruzo con
Ana bajando las escaleras, pero no nos decimos nada, ni puto caso. Al voltear
la escalera se produce un furtivo contacto visual, pero inmediatamente
rectificamos y hacemos como si nada. Cuando cruzo por su lado trato de no respirar,
y noto como ella también trata de hacerlo. Ni eso nos concedemos, ni el aire
que compartimos. Por un instante el silencio es verdadero –eso es silencio, lo
demás son figuraciones–.
Todo lo que ha ocurrido esta mañana en esa casa es culpa mía
–de lo de ayer, ¿quién se acuerda?–, pero no puedo hacer nada. No ahora. Cojo
las llaves del coche del cuenco donde siempre dejamos las llaves del coche, y los
caramelos de menta.
Conduzco sin prestar demasiada atención en nada de lo que
hago. Pura mecánica. Acelerar, ahora derecha, ahora semáforo, frenar. Si no
tuviera un cuerpo, pienso, ahora sería sólo una nube invisible de problemas
circulando por el éter, imposible de eliminar. Una anciana se dispone a cruzar
el paso de peatones y reduzco la velocidad hasta detenerme. La señora es todo
arrugas y decrepitud, y camina trabajosamente. Viste una camisola azul con estampas
de rosas verdes y arrastra tras de si un carrito de la compra, de esos hechos
de ropa áspera y dos grandes ruedas y que debe ser el mismo que probablemente
lleva arrastrando toda la vida. Pienso que, en realidad, el carrito contiene
toda su vida, y por eso apenas puede caminar, porque pesa. Así es imposible
darse prisa.
El disco verde se enciende, y la anciana moribunda –¿quién
no lo es?– queda atrás en el camino, en algún lugar del mapa. Llegado el
momento, abro la ventanilla y saco el brazo para sentir la fuerza del viento.
Hago como si mi mano fuera un pez nadando a contracorriente, escabulléndose de
las fuertes corrientes, moviéndola de un lado hacia otro en función de la potencia
con la que baja el torrente invisible de aire.
En la radio emiten el boletín informativo de las 9:00h, y suena
la voz masculina y cálida que cada mañana suena y que con el tiempo se me
antoja familiar, amigable y más cómplice que la de muchos seres queridos. La
voz lee una noticia acerca de no sé qué político imputado por no sé qué cosa.
No tengo cuerpo para oírlo. Coloco el dedo pulgar y el índice sobre la rueda
del volumen y dejo al corrupto con la palabra en la boca. Es la única manera de
hacer callar a un político y experimentar la felicidad, aunque ambas cosas
estén cubiertas por una fina capa hecha de falacias.
Después de llenar el depósito y comprar un paquete de
chicles, subo al coche. Al cerrar la puerta el lugar cobra una sonoridad más
seca, más sensible a los sentidos. El silencio tiene eco, y el roce de mis
perneras se hace patente. Cojo más aire de lo normal y emito un largo suspiro,
porque el cuerpo me pide que lo haga, y, en realidad, me siento un poco mejor. Pienso
en Ana, en aquel tiempo en el que costaba muy poco arrancarle una sonrisa. Qué
bonita se la ve en ese pensamiento, pienso mientras me incorporo de nuevo al
tráfico.
Enfilo la glorieta y activo el intermitente derecho. Al
tomar la calle que da acceso al polígono lo veo. Hay algo en la cuneta, a unos
cien metros aproximadamente de donde me encuentro. Sé que en pocos segundos
estaré en posición de ver con claridad de qué se trata, pero ahora no puedo,
estoy demasiado lejos, y me entrego a ese absurdo juego al que me entrego
–supongo que todo el mundo lo hace– cuando, espoleado por la curiosidad, trato
de adivinar qué es aquello que los sentidos me impiden apreciar con certeza.
Puede que sea una rama procedente del pinar que flanquea la carretera,
arrastrada por el fuerte viento del Empordà hasta ese punto; o tal vez una de
esas bolsas de basura repletas –¿de qué?– con las que señalizan
provisionalmente la carreteras antes de clavar los mojones; o bien un pedazo de
neumático, el vestigio de lo que un día fue un grotesco accidente nocturno. Me
digo a mí mismo que no sea ingenuo, que no es nada de eso, que es otra cosa,
algo que ya estoy harto de ver a lo largo de ese verano. A medida que avanzo más y
más el bulto va cogiendo forma, y se empiezan a descubrir en él matices hasta
ahora ocultos: sombras, volúmenes y texturas. Chasqueo la lengua y niego con la
cabeza. En cuestión de milésimas al bulto le salen patas, y una pequeña cabeza
emerge de la tangente de su lomo, y luego unos ojos, que aún brillan. Es un
gato. Un gato muerto, de rayas blancas y anaranjadas, tumbado en decúbito
lateral, sobre un pequeño charco de sangre.
Esa noche me cuesta dormir, y trato de clavar la mirada en
algún punto de la habitación oscura. Ana se ha colocado de espaldas a mí, al
filo del colchón, supongo que para evitar cualquier contacto fortuito con mi
cuerpo. Pienso que es como dormir solo, como estar en cualquier otro sitio del
planeta menos en esa cama, y no le encuentro ningún sentido. Antes de empezar a
fingir que dormíamos hemos intercambiado un par de comentarios. Que si “has
sacado el salmón del congelador”, que si “mañana hay que pagar el recibo de la
luz”. Ahora, ni eso. Me levanto, salgo del dormitorio sin hacer ruido y bajo
las escaleras hasta el salón. Me tumbo en el sofá y me duermo viendo uno de
esos concursos estúpidos que echan de madrugada por la puta tele.
La mañana siguiente lo vuelvo a ver. Dejo atrás la glorieta,
y allí está. Exactamente igual, en la misma posición en la que estaba 24 horas
antes: en decúbito lateral, los ojos abiertos y el charco, de un color más
negruzco. Después de eso y aquello, ya me había olvidado por completo de él, y
al verlo de nuevo me invade una sensación de retorno existencial. Un dejavú, que se dice. Aunque,
técnicamente no es sino la repetición de un momento real ocurrido pocas horas
atrás: yo viendo un gato muerto. Miro fijamente el cadáver a medida que me
acerco, sin prestar atención en la carretera. Pienso en el animal sin vida, horas
antes, cuando aún era de noche, solo, en el borde de una fría y muda carretera
sin coches. Eso es lo que se debe entender como ‘naturaleza muerta’. Siento un
cosquilleo asfixiante en el pecho, algo que se mueve dentro de mí. Entonces
pongo la mirada en la carretera –o eso parece– y empujo el pedal del acelerador
hasta el tope. Alcanzo los 100km por hora, y luego retiro el pie del
acelerador, y el coche se relaja, y yo también.
Raul13:molt bo tet. escrius amb molta sensibilitat!
ResponderEliminarDecir que eres hipster es de todo menos hipster...
ResponderEliminarAnónimo 2, estoy de acuerdo, sin embargo no me puedo sentir aludido (si era tu intención) puesto que yo no he dicho tal cosa. Si te refieres al título del blog, en realidad yo sólo colaboro en él, no es mío, así que tampoco me puedo sentir por aludido. Y en todo caso, cabe decir que el hecho de que el título del blog haga alusión al fenómeno hipster no significa que quienes escriban en él se adscriban a dicho fenómeno, esa es sólo una lectura de todas las que caben.
ResponderEliminarUn saludo
Merci rulo!
ResponderEliminar[[ Esta señorita que presenta a los hipster como seres despreciables, subproductos de una sociedad consumista, representantes de la hipocresía encarnada, falsos intelectuales, arrogantes, hedonistas, egocéntricos, personas (cuando menos) poco comprometidas con las mismas causas que dicen configurar sus indie-principios ... esta señorita ... lo más probable es que esté en lo cierto en la mayoría de sus afirmaciones. Sin embargo, esto no me impide ser consciente de que, como hijo de mi tiempo, de mi sociedad y de mi cultura que soy, abordar el desarrollo de mi personalidad optando por la inmersión en la cultura independiente es la mejor forma de empaparme de todos los extremos socioculturales posibles, pues lo "mainstream", my dear, va a empaparme hasta los huesos quiera yo o no.
ResponderEliminarDe este modo, me proclamo orgulloso HIPSTER ]]
Sin duda era por el dueño del blog o por el que escribió esa entrada y se autodenominó tal cosa, por lo que veo después de tener que informarse sobre lo que es... :)
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarVeo que no has entendido nada de lo que ahí está escrito. El hipster no va más allá del jazz y del bop. Esa es la gracia.
EliminarHay que leer hasta el final ...
Eliminar"De este modo, me proclamo orgulloso hipster, indie, moderno, freak o cualquier otra etiqueta que sirva para apaciguar las atormentadas mentes de aquellos que necesitan un orden categórico para fluir en el caudal social sin intoxicarse en exceso de pensamientos que puedan llevar a la quiebra sus principios y transformar su cordura en mostaza."
Debes ser una de esas atormentadas mentes que necesitan dejar su impronta, aunque sea de forma cobarde y anónima. Un ser superior.
Exactamente. Un ser superior.
ResponderEliminarQuizás un ser que finalmente ha decidido leer el blog tras ser instado a hacerlo en redes sociales. Un ser superior que intenta saber cuales serían las reacciones en caso de críticas, negativas o positivas, y que no cree estar encontrando nada destacable o "especial" en ellas. Un saludo.
Quizás sobrestimé el criterio de alguien a quien consideraba un lector especial y cualificado,una persona admirable, ¿por qué no? un referente más interesado por la literatura y la pasión artística que por los experimentos psicológicos y sociológicos. Dificil saber si acierto al levantar el velo del anonimato. Si no acierto, poco importa. En cualquier caso, mea culpa. De todo se aprende algo. Otro saludo.
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