Apenas había
cumplido diez años y ya había calado en mi pequeño y enclenque cuerpo la idea
de que en este mundo, si quieres ser moderadamente feliz, has de ser el
mejor en algo. Por aquel entonces no conocía mucha gente, mi mundo “social” se
limitaba a mi familia, mis compañeros del “cole” y algún que otro ser difuso
que surgía a través de los anteriores. Si a esto le sumas que la televisión ya
era para mí el principal canal de información y que a ésta no parecía
importarle la inexistencia de ningún tipo de filtro ni explicación, lo normal,
al menos para mí, fue suponer que existía una cosa en el mundo en la que cada
uno podíamos ser el mejor (de todos los tiempos, si me apuras). Sólo había que
buscar; lo de perseverar era algo que habría de abordarse después del hallazgo.
La tarde de
autos el objetivo era convertirse en un patinador tan enorme haciendo trucos,
tan apabullante en el halfpipe y tan
superior en el arte del grinde, que el mismísimo Tony Hawk quedaría ensombrecido y olvidado por la multitud, la cual
no tendría más remedio que adorarme y seguirme en mis giras internacionales, convirtiéndose
en fervientes compradores de mi merchandising.
La cosa no fue tal y como yo la había imaginado al seleccionar mi tabla en
aquella pequeña tienda de la plaza del pueblo. De hecho, todo fue al revés.
Con la última
cucharada de yogurt y una mirada de impaciencia gané el cielo de la ensoñación.
Obtuve mi permiso, corrí a por la tabla, la fundí bajo mi brazo. Lo que siguió
fue una carrera desenfrenada hasta el que poco más tarde se convertiría en el
parque de mi desaliento. Allí traté de imitar a los chicos mayores que yo, empezando
por cosas sencillas, como dar un pequeño saltito o bajar desde un banco de
piedra y caer sobre el patín. Hiciese lo que hiciese el resultado era siempre
el mismo: mis huesecillos acababan repiqueteando contra el duro suelo del
parque (en otro tiempo cubierto de arena), en mi piel batallando el rojo y el
blanco más puros del raspón, y en mis ropas cada vez más suciedad y desgarrón.
Con cada caída
oía sin escuchar el murmullo de una mujer. Por los comentarios que hacía, no
parecía que estuviese en plenitud de facultades, lo que no evitaba que la que
entonces me pareció una puta bruja fruto de la endogamia más deplorable, al
prestarle atención, me hiriese en lo más profundo de mi ego, pequeño y ya
suficientemente maltratado por las propias caídas. Mientras hacía balance
intentando averiguar si me dolían más los huesos o la vergüenza, aquella pobre
mujer pronunció la única frase que le recuerdo, aquella a la que hoy me has
hecho regresar: “Este niño tiene siete
vidas, es como un gato”.
Muchos años
después, al desvelar los misterios que la vida o el destino o el jodido club
Bilderberg me habían deparado (me fumo un puro en la noche oscura del alma),
llegué a creer en la posibilidad de que la demencia de esa mujer fuese un
enigmático canal con lo sobrenatural, en que ciertamente podía tener siete
vidas, “como un gato”. Cree mi propia
identidad secreta, la del hombre gato. Los siete hombres gatos. Y así seguí mi
camino, que era mío y de nadie más.
Hasta que
llegaste tú y contigo el giro copernicano de la teoría de la bruja del parque.
La esencia se mantuvo con tu aparición cuasi-onírica; el niño seguía teniendo siete
vidas, sin embargo, descubriste que ninguna
de las siete vidas a las que aquella pobre chiflada se refería le pertenecían
en realidad. Sus siete vidas no eran sino las siete mujeres que amaría en su
vida, ni una más ni una menos.
Darme cuenta de que con tu tacto habías
descifrado un épico sino me conmocionó. No dije nada. Me limité a admirarte, a
cuidarte como a mí me hubiese gustado ser cuidado, me limité a alargarme la
vida. Ya había contado algún desamor de niñez, más ira en la adolescencia y el estupor y las lágrimas de mi propio salitre
aún estaban frescos cuando te conocí con aquel vestido de lo que por tus
tierras llamáis “topos”. Eso no me
dejaba mucho margen. Tú eras la vida del despertar sereno, y contigo a mi lado
la prisa no tenía cabida. Si hoy no éramos capaces de todo, mañana nos despertaríamos
con ganas de más jaleo, de probarnos, de ponernos ebrios y pelear en un billar.
Hoy me muero
por cuarta o quinta vez y pienso en que soy tan joven que lo de aquella tarde
en el parque bien pudo ser una maldición, que si soy un gato soy de esos negros que
asustan al más pintado en la penumbra del invierno húmedo que le dejas a mis
huesos. Pero no, los gatos caen de pie, como Tony Hawk cuando decide que la
exhibición ha terminado, y yo sólo supe rodar para lastimar la otra rodilla, buscando
el daño nuevo que evita el viejo. Supongo que aquella sólo era una bruja loca
que se burlaba de un niño triste. Que el giro copernicano no fue. Que ni tú eres
mi vida, ni yo tengo siete que malgastar.
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