miércoles, 12 de septiembre de 2012

7 Vidas


Apenas había cumplido diez años y ya había calado en mi pequeño y enclenque cuerpo la idea de que en este mundo, si quieres ser moderadamente feliz, has de ser el mejor en algo. Por aquel entonces no conocía mucha gente, mi mundo “social” se limitaba a mi familia, mis compañeros del “cole” y algún que otro ser difuso que surgía a través de los anteriores. Si a esto le sumas que la televisión ya era para mí el principal canal de información y que a ésta no parecía importarle la inexistencia de ningún tipo de filtro ni explicación, lo normal, al menos para mí, fue suponer que existía una cosa en el mundo en la que cada uno podíamos ser el mejor (de todos los tiempos, si me apuras). Sólo había que buscar; lo de perseverar era algo que habría de abordarse después del hallazgo.

La tarde de autos el objetivo era convertirse en un patinador tan enorme haciendo trucos, tan apabullante en el halfpipe y tan superior en el arte del grinde, que el mismísimo Tony Hawk quedaría ensombrecido y olvidado por la multitud, la cual no tendría más remedio que adorarme y seguirme en mis giras internacionales, convirtiéndose en fervientes compradores de mi merchandising. La cosa no fue tal y como yo la había imaginado al seleccionar mi tabla en aquella pequeña tienda de la plaza del pueblo. De hecho, todo fue al revés.

Con la última cucharada de yogurt y una mirada de impaciencia gané el cielo de la ensoñación. Obtuve mi permiso, corrí a por la tabla, la fundí bajo mi brazo. Lo que siguió fue una carrera desenfrenada hasta el que poco más tarde se convertiría en el parque de mi desaliento. Allí traté de imitar a los chicos mayores que yo, empezando por cosas sencillas, como dar un pequeño saltito o bajar desde un banco de piedra y caer sobre el patín. Hiciese lo que hiciese el resultado era siempre el mismo: mis huesecillos acababan repiqueteando contra el duro suelo del parque (en otro tiempo cubierto de arena), en mi piel batallando el rojo y el blanco más puros del raspón, y en mis ropas cada vez más suciedad y desgarrón.

Con cada caída oía sin escuchar el murmullo de una mujer. Por los comentarios que hacía, no parecía que estuviese en plenitud de facultades, lo que no evitaba que la que entonces me pareció una puta bruja fruto de la endogamia más deplorable, al prestarle atención, me hiriese en lo más profundo de mi ego, pequeño y ya suficientemente maltratado por las propias caídas. Mientras hacía balance intentando averiguar si me dolían más los huesos o la vergüenza, aquella pobre mujer pronunció la única frase que le recuerdo, aquella a la que hoy me has hecho regresar: “Este niño tiene siete vidas, es como un gato”.

Muchos años después, al desvelar los misterios que la vida o el destino o el jodido club Bilderberg me habían deparado (me fumo un puro en la noche oscura del alma), llegué a creer en la posibilidad de que la demencia de esa mujer fuese un enigmático canal con lo sobrenatural, en que ciertamente podía tener siete vidas, “como un gato”. Cree mi propia identidad secreta, la del hombre gato. Los siete hombres gatos. Y así seguí mi camino, que era mío y de nadie más.

Hasta que llegaste tú y contigo el giro copernicano de la teoría de la bruja del parque. La esencia se mantuvo con tu aparición cuasi-onírica; el niño seguía teniendo siete vidas, sin embargo,  descubriste que ninguna de las siete vidas a las que aquella pobre chiflada se refería le pertenecían en realidad. Sus siete vidas no eran sino las siete mujeres que amaría en su vida, ni una más ni una menos.

 Darme cuenta de que con tu tacto habías descifrado un épico sino me conmocionó. No dije nada. Me limité a admirarte, a cuidarte como a mí me hubiese gustado ser cuidado, me limité a alargarme la vida. Ya había contado algún desamor de niñez, más ira en la adolescencia y  el estupor y las lágrimas de mi propio salitre aún estaban frescos cuando te conocí con aquel vestido de lo que por tus tierras llamáis “topos”.  Eso no me dejaba mucho margen. Tú eras la vida del despertar sereno, y contigo a mi lado la prisa no tenía cabida. Si hoy no éramos capaces de todo, mañana nos despertaríamos con ganas de más jaleo, de probarnos, de ponernos ebrios y pelear en un billar.

Hoy me muero por cuarta o quinta vez y pienso en que soy tan joven que lo de aquella tarde en el parque bien pudo ser una maldición, que si soy un gato soy de esos negros que asustan al más pintado en la penumbra del invierno húmedo que le dejas a mis huesos. Pero no, los gatos caen de pie, como Tony Hawk cuando decide que la exhibición ha terminado, y yo sólo supe rodar para lastimar la otra rodilla, buscando el daño nuevo que evita el viejo. Supongo que aquella sólo era una bruja loca que se burlaba de un niño triste. Que el giro copernicano no fue. Que ni tú eres mi vida, ni yo tengo siete que malgastar. 

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